En este año de 1693, cuando ya he cumplido cincuenta años, por orden del señor reclutador de Málaga, don Carlos Federico Suárez y Lila, he dejado de tener el oficio que me enseñó mi padre y dejando de ser labrador, me he convertido en militar.

Mi mujer ha llegado a hablar hasta con el regidor, que me contó que se llamaba Diego Jurado y a quien nunca he visto, que le informó que tengo edad suficiente para formar parte de la milicia y que por eso, tengo que aceptar la leva y defender Málaga por si vuelven los franceses.

Dice mi mujer que el regidor le ha contado que por orden de su Majestad el rey don Carlos II, todo varón que tenga entre dieciocho y cincuenta años será reclutado obligatoriamente y ahora ya no sé de qué vamos a vivir. Dice también mi mujer que, como se nos murieron todos los hijos y ya no nos queda ninguno, nadie puede ir por mí a los cuarteles, y aquí estoy, en la compañía de Don Dionisio Carranque, un coronel al que tampoco conozco y que desde ahora manda y ordena mi vida.

Todo empezó después del terremoto de hace algunos años. Creo que fue hará lo menos doce o trece años, cuando un frío día de febrero tembló la tierra y nos tumbó la ciudad para siempre, pues todavía quedan muchas casas arruinadas, así como muchos conventos e iglesias. En la Catedral hay grandes agujeros y los muros de la ciudad tienen tantos boquetes que se puede entrar y salir de ella, a pie llano, sin que ninguna defensa que se conserve, pueda evitarlo.

Y es que hace tres meses, me hicieron llamar del Cabildo y junto con muchos otros vecinos, tuvimos que retirar la plata y todos los documentos y libros de su Archivo para prepararlo todo y disponerlo para llevarlo a Álora, ya que, se estaba acercando una flota de nuestros enemigos, los franceses, que al parecer, venían a invadir la ciudad.

Mientras trabajaba en la Catedral en estos menesteres, supe que el señor principal que vino a ver al señor obispo era el gobernador de la ciudad. Vestía serio y triste y estuvo hablándoles a los curas durante largo tiempo, explicándoles que un general francés de nombre Turbila, después de derrotar en San Vicente, que es una ciudad de Portugal, a las Armadas de Inglaterra y Holanda, había cruzado el estrecho y pasando Gibraltar, venía a todo trapo hacia Málaga, donde hacía tres días se le había visto cerca de nuestra costa.

Contaba don Félix de Miramón, que así es como se llama el gobernador, que la ciudad solo tiene catorce cañones, de los que apenas siete alcanzan el mar, que no tenemos defensas pues están todas arruinadas, que la zona del ensanche esta sin amurallar y que no tenemos milicia, pues la que hay no conoce el manejo de las armas de fuego y tampoco tiene instrucción militar. Por eso, mandó llamar a milicianos de otras villas llegando gentes desde Vélez, Antequera y Ronda, pero para su desesperación han venido sin armas ni municiones y pasados tres días, exigieron a la ciudad un real diario y un pan. Siendo su número casi de cuatro mil, no se les ha podido satisfacer por lo que se están marchando a sus casas y mientras lo hacen, no paran de armar jaleo, lo que ha supuesto muchas peleas a navajazos que hasta algún muerto se ha llevado con ello.

Después, un veinte de junio llegaron los franceses a nuestra bahía. Fue entonces cuando pidieron al gobernador que les entregara los buques holandeses e ingleses que allí había, a lo que don Félix se negó, por lo que entraron en el puerto y los quemaron, y también una saetía catalana que allí andaba, aunque dijeron después que había sido por error en la confusión de la batalla.

Al día siguiente ya había en nuestra bahía lo menos ciento cuarenta bajeles y unos seis pontones de arrojar bombas. A las cuatro de la madrugada se separaron diez barcos de la escuadra francesa y comenzaron a bombardear Málaga. Así estuvieron haciéndolo durante cinco horas seguidas, sorprendentemente solo mataron a tres ciudadanos; sin embargo, terminaron de demoler muchos edificios, especialmente la Catedral, iglesias y Casas Capitulares.

Una vez pasado el bombardeo, yo, que continuaba custodiando lo que habría de llevarse a Álora si los franceses nos invadían, oí contar al capitán Ponce de León a los curas que ese a quien llamaban Turbila, no era ningún general francés sino el militar más importante de su flota, en realidad el almirante Turville, de natural cabezón y que nunca amenazaba en vano, por lo que el aviso que había dado a la ciudad no era cosa de no aceptarlo.

Pedía el francés ciento cincuenta vacas o bueyes y seiscientos carneros y era claro que nos invadirían con total facilidad, pero como no teníamos lo que pedían, fue el regidor don Diego Jurado el encargado de regatear con los franceses. Tras muchas conversaciones, enfados y aspavientos, los franceses se conformaron con cincuenta vacas, seis terneras, doscientos carneros, cien gallinas, ocho arrobas de dulces, doce barriles de vino y quinientos panes; además de mucha fruta, legumbres y bastante nieve.

Y se fueron.

Después todos supimos que el rey, lleno de ira contra los malagueños, nos había tratado de cobardes y había ordenado esta leva que me ha encuartelado.

Soy pobre, soy viejo, no se leer ni escribir, pero sé que este rey que nos gobierna es simplemente un memo y si no sabe defender nuestras costas, mucho me temo que con el tiempo no nos deparará nada bueno.

Todo lo anteriormente descrito obedece a la táctica del despótico rey francés Luis XIV de ampliar su imperio. Con sus bombardeos constantes a ciudades españolas y de nuestro decadente imperio, consiguió que el débil Carlos II tras morir sin descendencia, testara a favor de su nieto, Felipe de Anjou, quien más tarde reinaría España como Felipe V, el primer Borbón. Esto trajo consigo la llamada Guerra de Sucesión Española, que traspasó nuestras fronteras y dividió nuevamente el mundo. Fue el principio de nuestra pérdida total del Imperio y la vergüenza de la ocupación inglesa de ese trozo de España que es Gibraltar.

Y sí, el rey Carlos II no nos deparó nada bueno y hoy es considerado como le vaticinó nuestro personaje, un auténtico memo.