El turismo resurge, los hoteles vuelven a llenarse. Miles de personas dispuestas a vivir, con lo que eso comporta, en un mismo edificio mientras arden los termómetros. Los días más sosegados para algunos coinciden con la intensidad laboral de otros. La ausencia de movimiento con las carreras silenciosas. Y resulta inevitable. Unos sirven, otros consumen, así se va el verano, pero no vale de cualquier manera. Las fachadas de los establecimientos exudan tranquilidad, aunque es una trampa. La supervivencia, en estas magnitudes, es cuestión de máquinas perfectamente sincronizadas.

No es fácil entonar diariamente un servicio en el que trabajan cientos de personas. Los hoteles han cambiado mucho y las exigencias se han multiplicado. Se les pide que atiendan al cliente, pero también que sean respetuosos con el medio ambiente y que se adapten a la revolución de la informática. El Hotel Polynesia, del Grupo Peñarroya, tiene una plantilla de 203 operarios y 328 habitaciones. Su ocupación es del cien por cien durante los meses de verano. Eso significa más de un millar de clientes moviéndose a diario por el complejo. Las escalas son, necesariamente, de gigante. El establecimiento dispensa 3.000 comidas al día, consume casi 1.600 litros de refresco cada veinticuatro horas. Sin contar con el gasto en energía y toallas.

Los números exigen una planificación milimétrica. Si Paracelso concebía el universo como un organismo, los hoteles están obligados a serlo en temporada alta. Un sistema en el que todo funcione y en el menor tiempo posible. Josefa Corbacho, directora del Polynesia, asegura que la clave estriba en que cada empleado sepa en todo momento lo que tiene que hacer. Cartesianismo puro, que empieza por las divisiones más elementales. Un hotel, a pesar de la horizontalidad inconmovible de la tumbona, presume una estructura compleja de departamentos, de evaluaciones internas y trabajos rutinarios.

El edificio, que funciona en régimen de todo incluido, plantea actividades a sus clientes hasta las dos de la madrugada. El nivel de consumo es tan alto que cuesta creer que por la mañana todo luzca impecable. La maquinaria, sí, debe ser perfecta. Un fallo se paga caro en la Costa del Sol, donde la competencia, incluso entre los máximos estándares de calidad, es notable. El Polynesia, por ejemplo, empieza a echar carbón a sus fogones antes de que sus clientes más precoces se despidan de las sábanas. Y lo hace con un músculo que incluye animadores, fidelizadores de turistas, cocineros, limpiadoras, ingenieros, directivos.

Los primeros en mover ficha son los camareros y las limpiadoras. Un ejército de 42 y 34 personas, respectivamente, que empieza a operar antes de las siete y se mantiene activo, en los servicios de guardia, hasta la madrugada. Maite Fernández, gobernanta, explica que el equipo del hotel se completa también con un refuerzo externo, que se dedica al grueso de las zonas comunes. La tarea de las camareras de piso se enuncia en estos días en su mayor alto grado de complejidad. El hotel está al completo y el horario de los turistas es caprichoso, especialmente cuando confluyen diferentes nacionalidades. «Esto te obliga a ser un poco socióloga e intuir las costumbres. Hay quienes prefieren, incluso, que se les haga la habitación de noche», señala.

Las limpiadoras de un establecimiento de la exigencia del Polynesia se distribuyen por zonas y se ocupan también del área de la piscina, que se mantiene milagrosamente despejada pese a la contigüidad con el snack bar, donde decenas de niños degluten a su modo patatas fritas y refrescos. La fórmula del complejo es de una aritmética inapelable. A mayor número de servicios corresponde más trabajo y un desafío ampliado en la organización de la maquinaria. Los nuevos tiempos traen nuevas ecuaciones y el turismo familiar exige la relajación de todo tipo de responsabilidades, incluida la del cuidado de los niños. Una labor que asume el complejo con guardería y programa de actividades infantiles.

Mari Francis Peñarroya, directora general del grupo, revela que una de las obsesiones de la empresa estriba en tapar los motores, en minimizar el engranaje. La paradoja básica del turismo contemporáneo: trabajar frenéticamente, a la carrera, para lograr un resultado emparentado con el reposo. La sensación de milagro, de un mundo que se autoabastece. En el restaurante central del hotel los anaqueles, distribuidos en estaciones de bufé, parecen dispuestos de manera automática. Mario Escalante, maitre, disipa el misterio con la receta clásica, el trabajo, en este caso, de decenas de personas. La operativa interna del comedor, que se completa con otros dos restaurantes temáticos, se mantiene activa casi durante todo el día. El primer desayuno se sirve a las 7.30 y la cena más rezagada después de las 23.

Antonio Arráez, jefe de cocina, presenta datos casi de cuartel, aunque en este caso integrado por comensales con mayores exigencias culinarias que los soldados. El hotel arrambla con más de 250 kilos de patatas fritas y 715 yogures al día y se bebe en cerveza de barril más de 700 litros por jornada, lo que supone una media de más de dos por habitación. ¿Que cómo se concilia la calidad con la preparación masiva de alimentos? Arráez da una clave, el uso de productos frescos y de primeras marcas.

Le falta hablar de una cocina, de casi un kilómetro de extensión, organizada al modo de una orquesta soviética, con cámaras frigoríficas separadas por tipo de producto y valores térmicos. Un laberinto interno en el que los grados marcan los días que restan para la salida a la mesa, donde se ofrecen más de una treintena de variedades calientes por jornada. Las tripas de un hotel de la envergadura del Polynesia incluyen una reproducción mastodóntica del complejo a modo casi subterráneo. Debajo de las piscinas y del lago que corona las zonas comunes se abre una gruta de válvulas y maquinaria en las que se calibra la osamenta técnica del edificio, que nada más que en una de sus áreas acuáticas consume 75 litros de cloro al día. Un trabajo que coordina Ismael Martín, ingeniero, que también alude a otras tareas, a menudo invisibles, que forman parte de la cotidianidad del hotel: la evaluación de la calidad del agua, de la temperatura, de la iluminación, la reparación de desperfectos o el cuidado de los peces y pájaros de las zonas ajardinadas. A todos estos servicios se suma recepción o el equipo de animación de Mari Carmen Jaime, que incluye guardería y plantea actividades ininterrumpidas hasta las 2 de la mañana; danzas, juegos, tiro con carabina. El día a día del hotel. Un turista al sol. Relajado, mientras la maquinaria prosigue su trabajo.

Las cifras

Un mar de zumo en el desayuno

El hotel Polynesia, de 328 habitaciones, consume alrededor de 200 litros al día durante el desayuno. Los batidos, por su parte, alcanzan la cifra de 75 (alrededor de 27.700 al año). Su restaurante central, con aforo para más de 600 personas, dispensa más de 3.000 comidas diarias.

Botellas de vino y cava diarias

El consumo de bebidas en un hotel de la magnitud del Polynesia se dispara diariamente. La cifra de botellas de vino y cava alcanza las 150. El gasto en cerveza de barril supera los 700 litros al día. De ron y vodka se gastan 15 y 25 botellas, mientras que en los refrescos las cifras aluden a 1.594.

Cocinas casi kilométricas

Las cifras de consumo de este tipo de hoteles tiene su correlato en las dimensiones de las áreas internas. Las cocinas del Polynesia suman 900 metros cuadrados. Unos datos que se corresponden con un complejo que acumula 58.103 metros cuadrados de solado de mármol, 678.413 kilos de hierro en estructuras y 11.706 de vidrio climalit.

Protocolos de actuación

Algunos hoteles ajustan su funcionamiento a paradigmas de funcionamiento exitosos y programas de calidad. El Polynesia, que pertenece a un grupo galardonado por sus servicios, sigue los patrones de la Q de calidad en cada una de sus operaciones diarias.

Hacia la lealtad del cliente

El trabajo diario de los empleados del hotel coincide con la apuesta por el futuro y la captación de clientes. Hoteles como el Polynesia cuentan con un equipo diario dedicado a ofrecer nuevas ofertas a los inquilinos para facilitar su regreso y su lealtad al establecimiento.

En corto

Una exigencia, incluso, en hora punta

La recepción de los grandes hoteles está acostumbrada a recibir en hora punta a decenas de clientes al mismo tiempo. En el Polynesia el servicio, coordinado por Magali Pinon, se divide entre las diferentes atenciones, llegadas y salidas para evitar las colas.

Actividades para todos los públicos

El programa del hotel ofrece servicios de guardería y un programa de actividades ininterrumpidas para cada perfil del cliente, incluidos los adolescentes. La idea es facilitar al cliente el descanso, incluso en lo que respecta al cuidado de la familia.

Los nuevos animalarios

Algunos establecimientos optan por adornar sus zonas comunes con animales. En el caso de la Polynesia destacan las carpas y los pájaros, que ya han llegado a criar en el complejo. Las primeras requieren un lago que se mantiene con condiciones especiales.

Trasiego continuo de productos

Los niveles de consumo de hoteles de la talla del Polynesia obligan a un trasiego incesante de productos. Los almacenes y las cámaras frigoríficas no tienen nada que envidiarle a los de los grandes centros comerciales. Se dividen en función de las características de cada producto.