«Si alguien espera un Pasaje del Terror no lo es, se trata de una visita cultural», advierte María del Mar Rubio a los primeros 40 espectadores del turno de las 8 de la tarde. La noche del lunes les esperaba una hora de paseo nocturno por el cementerio inglés más antiguo de España, «pero no vamos a poner esto lleno de calabazas y esqueletos», señala a La Opinión.

A pesar de ello, la tradición televisiva de Halloween, la competencia a la víspera de Todos los Santos, empujó a cuatro jóvenes a acudir vestidos con ropas sanguinolentas.

La experiencia de un verano de visitas nocturnas y la buena respuesta del público animó a Maria del Mar Rubio, licenciada en Historia y máster en Gestión del Patrimonio, a organizar la noche del lunes la primera visita nocturna teatralizada al Cementerio Inglés. «Nos esperábamos una buena acogida pero no tanto, en dos días se vendieron todas las entradas», resume. En total, cinco turnos de una hora de 40 personas cada uno y como siguió la demanda, ayer a las 12 se realizó una nueva visita. «Creo que es un buen revulsivo para que los políticos sepan lo que vale este sitio, yo el cementerio lo considero de Málaga y el objetivo es que los malagueños lo consideren también suyo», explica.

La tímida presencia de unas farolas en todo el camposanto es contrarrestada con farolillos repartidos entre el público. Tras subir la cuesta con geranios, el ruido del tráfico ya es sólo el recuerdo de una maldición. Los grillos extienden su mantra y junto a la fuente con plantas acuáticas aguarda la figura altiva y bastante pálida del cónsul británico William Mark, el hombre que, tras muchos desvelos, logró inaugurar el Cementerio Inglés de Málaga en 1830.

El señor Mark, elegante y educado, pasea entre las tumbas (incluida la suya) mientras desgrana una vida de aventuras y esfuerzos: aprendiz en Bath, contable y modesto colaborador del almirante Nelson y finalmente, cónsul inglés en el Reino de Granada. De vez en cuando, una pregunta lo sitúa al otro lado del espejo: «¿En qué año estamos? disculpen pero ¿llevo tantos años ahí?», mientras señala su lugar de descanso eterno, un precioso monumento funerario que parece rozar la luna, en cuarto creciente esa noche.

«Cuidado con la cartera», aconseja al final con bastante sorna cuando el público se topa con su relevo, un marcial Robert Boyd, inflamado de épica y ganas de emocionar al público. La suya es una historia tan triste que tiene como escenario la parte más antigua del cementerio, donde descansan los primeros habitantes de este camposanto, incluidos muchos niños. Boyd, romántico compañero de armas del general Torrijos, encontró la muerte al poco de abrir sus puertas este recinto, fusilado como un mártir de la libertad en las playas del Bulto.

Robert Boyd, sin embargo, tiene tiempo para encandilar al público con un enigma: los conduce a la placa conmemorativa que le recuerda, situada entre dos tumbas, porque nadie sabe exactamente en cuál de las dos descansa. «Es un secreto que me llevo a la tumba», advierte.

Pero como el tiempo de los mortales es finito, el soldado irlandés, que le ha dado una carta a un niño del público para que la entregue en su nombre, deja paso a Karl Kretschmann, comandante de la fragata imperial Gneisenau, destrozada contra las rocas del Puerto de Málaga en 1900.

El capitán Krestchmann, socarrón, autoritario y con un marcado acento prusiano, muestra el monumento conmemorativo del desastre, con los nombres de las 41 tripulantes ahogados.

La pena del capitán es no poder descansar junto a los suyos y dormir el sueño de los justos en otro rincón mucho más elevado del cementerio. Y, fiel al rigor histórico, no menciona la (nunca probada) muerte de malagueños que acudieron al rescate de los marinos alemanes.

El trío de convincentes actores se despide de la concurrencia en el silencio del camposanto. «Ya nos veremos dentro de unos años», advierten con una sonrisa.