El edificio señorial, de planta decimonónica, colgado de la acera de La Malagueta. Un grupo reducido de personas, de aspecto respetable, que se echaba asiduamente a la mar y que despedía un fuerte olor a mapas y azufre; ni pescaderos ni pescadores, gente, rara, en suma. Cuando el Centro Oceanográfico de Málaga comenzó a operar, en 1911, la ciencia no estaba muy acostumbrada a sumergirse. Nadie sabía nada de laboratorios y del boquerón únicamente hablaban las sartenes.

Fue mucho antes de la popularidad de la escafandra. En España, existían sólo dos centros de estudio, uno en Santander y otro en Mallorca, del que Málaga empezó a ser una especie de sucursal, aunque por poco tiempo. Los tres puestos en marcha por científicos imbuidos de un espíritu académico, casi ilustrado, en contacto con uno de los grandes precursores de la oceanografía, Alberto de Mónaco, infinitamente más centrado que sus descendientes. El Centro Oceanográfico de Málaga, que cumple cien años, fue fundado por una tropa leída y aventurera a la que es difícil imaginar sin brújulas y sin monóculo, primero sobre un edificio alquilado, y más tarde, en la antigua sede de La Farola, antes, incluso, de que naciera el organismo al que se adscribe en la actualidad, el Instituto Español de Oceanografía.

Cuenta Jorge Baro, actual director del centro, que su implantación se debió, en gran medida, al interés académico por las aguas de Alborán y del Estrecho. Que no hubiera precedentes en Málaga, no significa que esto fuera una variante de desierto científico. Las crónicas hablan, por ejemplo, de Antonio Pineda, un estudioso local del siglo XVIII que inventó nuevas maneras de medir la actividad marítima, aunque, eso sí, con tan mala fortuna como para morirse antes de ver publicados sus trabajos, recogidos en apuntes y borradores.

En cien años el centro ha tenido tiempo de tocar el hielo de la Antártida y ganarse el respeto de organismos internacionales, pero entonces no era más que una palabra, una frase pronunciada en mitad de otras frases. El orador no fue otro que Odón de Buen, precursor de los edificios de Santander y Mallorca, que en una conferencia en Málaga aventuró la creación de una laboratorio de biología marina. Los primeros años fueron también los primeros estudios y expediciones: la chanquetera, el aprovechamiento del atún.

Hace un siglo, los científicos del Oceanográfico de Málaga ya navegaban y lo hacían a bordo del Príncipe Alberto de Mónaco. «Le pusieron ese nombre por la ligazón con el personaje, que fue el fundador de las comisiones científicas del Mediterráneo, que todavía se celebran», señala Baro. En 1929, Málaga acogió la conferencia. Cientos de barcos se situaron en la línea marítima del puerto. La expectación fue gigante, casi de coloso. Tanto como para animar a la tropa, que puso la primera piedra del que sería el primer edificio en propiedad del centro, el del paseo de La Farola, posteriormente ocupado por el ejército y la comandancia.

Baro recuerda que el proyecto se previó mastodóntico. Doce laboratorios, un museo, un acuario y una superficie de 2.622 metros cuadrados €la parcela reservada para la próxima sede alcanza los 1.804€. La fabulación se vuelve inevitable. De no haberse interpuesto la guerra y la dictadura, quizá ahora el centro contaría con una escalera de naves, de dependencias voluminosas. También puede que no.

Con la historia nunca se sabe. Es lo que el diccionario reconoce como una ucronía. El ejército, sin embargo, devuelve abruptamente a la tierra: ahí están los años posteriores al conflicto, el acuario se inauguró, sí, en 1941, pero empezaron a comprimirse los presupuestos: el franquismo activó su bochornosa maquinaria, los científicos necesitaban permiso para presentar sus investigaciones en el extranjero, la cerrazón produjo el aislamiento.

El director del Oceanográfico habla de «depuración del funcionariado». Incluso, el acuario, inaugurado con la etiqueta del mejor de España, se vio abocado a la ruina; después de varias temporadas con superávit, la compañía eléctrica El Chorro sacó la cuenta por encima de la manga: el centro no había pagado ni una sola factura.

A los problemas económicos, se juntaron los de espacio. Los militares empezaron a meter el codo en La Farola; alambiques y tubos de ensayo eran literalmente sustituidos por olor a tacaco negro y por literas. Fueron los años más difíciles de la institución. Hasta que llegaron los acuerdos generales con Estados Unidos, en 1953, que reabrieron la puerta a la energía y la expansión del centro. Regresó el contacto con los científicos del resto del mundo, incluido el comandante Cousteau, que estuvo de visita en el laboratorio. Y no precisamente en vuelo chárter, sino a bordo del Calypso, monumentalmente fondeado en el puerto.

Para entonces el centro ya había multiplicado su número de efectivos: de los cuatro trabajadores iniciales se avanzaba hasta los ochenta de la actualidad. Su cometido también empezaba a precipitarse a las aguas, fecundas aguas de ahora, en la que las observaciones comparten protagonismo con el asesoramiento a los gobiernos en cuestiones ambientales y pesqueras.

En una provincia eminentemente costera, el Oceanográfico es mucho más que una academia: un faro, un equipo predictivo, una orientación muy a tener en cuenta. Con hitos difícilmente olvidables: la expedición a la Antártida, promovida por una investigadora del centro, el naufragio del Naucrates, en un temporal de 1985, o la trayectoria pionera de científicos como María de las Mercedes García López y Enma Bardán Mateu, las primeras mujeres españolas que participaron en una expedición marítima. Todo un siglo de avatares, algo así como una mocedad para una institución con ganas de hacerse vieja, viejísima, dinámica e ilustre.