Los grandes personajes de la historia también se las traían. En un reciente ensayo sobre la Ilustración, Jean Jacques Rousseau aparece retratado como un hombre acomplejado, vengativo con sus amigos y más retorcido que el alambre de una ratonera.

Dejando el ensayo aparte, en cuestiones de carácter tampoco salió muy bien parado Hans Christian Andersen, cuyas características más destacadas, además de escribir magníficos cuentos, eran un ego similar al de Maradona y que era más agarrao que una pelea de pulpos.

Algunas biografías de Pablo Picasso tampoco ponen al genio malagueño como una persona fácil de tratar. Pero, abandonadas ya las vidas terrenales, dejadas atrás las calenturas súbitas o los desórdenes intestinales, estos dos últimos personajes, Andersen y Picasso, siguen encabezando el hit-parade de las estatuas más fotografiadas de la ciudad.

El acierto ha consistido, como muchos saben, en aunar la fama de los homenajeados con un modelo de monumento accesible (multidisciplinar e interactivo, que diría un político), de los que invitan a fotografiarse sentados en total confianza junto al inmortalizado en bronce.

No hay que ser un técnico del CSI Las Vegas para captar estas muestras de popularidad y cariño. Las estatuas de Andersen y Picasso aparecen especialmente gastadas en zonas muy concretas de su escultórica anatomía, y que nadie piense mal.

En el caso del artista malagueño, la pátina del tiempo, y sobre todo, la provocada por sus admiradores, ha acelerado sus efectos en las manos, los hombros y en la nariz de don Pablo, que aparecen especialmente tersos y brillantes, como en un anuncio de cremas.

Sólo hay que visualizar al turista o aborigen que coge por los hombros al autor del Guernica, o que le coge la mano, en plan distendido, y no digamos del colegueo que se toman para tocarle la nariz.

Estamos seguros de que el artista malagueño agradecería estas muestras de confianza. Eso es al menos lo que se intuyó cuando el fotógrafo americano David Douglas Duncan contó el año pasado en el Museo Picasso que, la primera vez que entró en casa del artista para pedirle permiso y poder fotografiarlo, la mujer, Jacqueline, le cogió de la mano sin decirle nada y le hizo pasar directamente al cuarto de baño, donde Picasso le aguardaba sonriendo mientras se enjabonaba en el baño. Esa fue su primera foto de un total de 25.000.

Las pautas se repiten en el monumento a Andersen. El cuentista danés tiene los hombros y las manos muy gastadas por el roce de tanta gente posando, pero sobre todo es el Patito feo que le acompaña lo más manido, sin olvidar su nariz, porque además, en la vida real, el literato gastaba una nariz tan prominente que solía adelantarse a los acontecimientos.

Pruebas evidentes del éxito de un modelo a años luz de la vejada estatua de Salomón Ben Gabirol, que tras su última y errónea remodelación sigue funcionando, desdichadamente, de pipi-can.

En el Ayuntamiento sigue habiendo melones que creen que la estatua ha quedado estupenda. El peor ciego es el que no se pasa por los jardines de la calle Alcazabilla.