Eran las ocho de la tarde. El calor abdicaba. Al lado de la piscina, vestido con traje oscuro, el escritor Ángel Palomino remataba una colilla. Se oía el chasquido de las copas. Música. Luces bajas. La gente se arremolinaba. Se hablaba de artes, de trapos. Detrás percutía la sombra negra de los generales, pero nadie quería darse cuenta, parecía como si España no fuera España y mucho menos en esa década, Marbella convertida en la isla a la deriva de un continente gris; con sus propias leyes y el pacto de la vista gorda, aunque no tanto como dicen los nostálgicos.

En la Costa del Sol, con dinero e idiomas, los sesenta no se veían tan opacos. Había bridge y golf y equitación y hasta licencia para dormir sin pijama. Los cronistas hablaban de una frontera, de una lámina de arena y agua que separaba los aires toscos de la península del latido que se presumía al otro lado. La provincia era el visillo descorrido, el sitio en el que la efervescencia del dinero disolvía la severidad de los militares, si bien con algún que otro episodio de revancha.

La nobleza y el arte

En 1967 Málaga doraba el simulacro. Los veraneantes se divertían y hablaban de arte abastracto. Venían John Lennon, las estrellas de Hollywood e, incluso, España parecía un lugar mucho más civilizado. Cursi, pero civilizado. La piscina del Don Pepe relucía aquella tarde como un estanque de jade. La mirada de Palomino, pero también la de los condes de Romanones. Y la de los duques de Liancourt. Y la del aristócrata de Francavilla. En la sala Juan Prat del hotel, permanecía una exposición de pintura y escultura contemporánea; nada de marinas comunes y atados de buganvillas, nombres como el de Pablo Serrano, o el de Eusebio Sempere o los de Farreras y Millares.

Eran los tiempos anteriores a Gran Hermano, cuando los ricos todavía se preocupaban de aparentar que les interesaban más los devaneos impresionistas que las cabezas de los leopardos. En cualquier caso, ese día la gente fina no estaba en el Don Pepe para ver la exposición. Mingote presentaba su colección de dibujos, inexcusablemente fronterizos y no sólo por su ubicación en la sala, casi del lado de la piscina, como si quisieran salir corriendo a sentarse a la fresca, que es, sin duda, lo que habría hecho el dibujante.

Hombre de talentos

El turismo era un viático poderoso; España se permitía reírse de sí misma, pese a su natural grave. En el círculo de Marbella, por supuesto, y pagando religiosamente la gracia del libertinaje. Por menos de lo que decía el conde, la Guardia Civil se llevaba la mano a la porra y se erizaban todos los tricornios. Los marqueses se desternillaban. Y Peter Dalmon. Y Simonetta Fabiani. Mientras, el dibujante seguía a lo suyo, que nunca fue únicamente el genio y el diablo de los cuadros, sino también la capacidad de observación, su finura sociológica.

El espejo con reflejo

La Costa del Sol se miró al espejo en los dibujos de Mingote. El artista captó las contradicciones de la provincia y puso al turismo frente a sus orígenes baturros, los mismos de los que hablan las crónicas de los cincuenta y de los sesenta, con la chavalería tirando piedras a los bañistas y las mujeres llamando a las autoridades para poner orden en la playa de Torremolinos, donde una rubia, nada menos que Brigitte Bardot, tomaba el sol con sus plenitudes al aire.

Generales y yeyés

El bueno de Mingote supo sacar todo eso y pegarlo en la pared del Don Pepe. Los dibujos que expuso en la sala evocaban la salida de venus pechugonas de las aguas del Mediterráneo y la furia de las señores locales; la España que se santiguaba frente al bikini, el binomio castizo y aperturista que flotaba como un cascote frente al continente, la Costa del Sol, en definitiva, en aquellos años locos. Mingote, como los grandes diestros, también triunfó en la provincia, en agosto de 1967 y se fueron todos a celebrarlo al Marbella Club, que tampoco era cuestión de pasar hambre. La noche, según las crónicas, acabó en el bar yeyé Pepe Moreno, que pertenecía al hijo del conde de Santa Marta del Babío. Ahora sería de un dj, o peor aún, de un contertulio. Los tiempos cambian. Resta saber qué dibujaría ahora el maestro.