La Guerra Civil, la hambruna, el exilio. A pesar del trabajo, la vida de la superviviente sigue, en buena medida, apenumbrada. «No sabemos, por ejemplo, porque decide viajar en segunda clase en lugar de tercera, ya que su posición económica no era alta. Quizá quería causarle una buena impresión a su hermana», precisa.

Encarnación se sobrepuso a la caída del barco en buena parte por la suerte, pero también por sus conocimientos de inglés. La economía de la provincia había empezado a agarrarse a la burguesía británica, lo que hizo que familias como la de las Reynaldo prosperaran en un mundo inimaginable para la mayor parte del país; mientras los emigrantes españoles buscaban los puertos de Buenos Aires y La Habana, algunos malagueños miraban a Nueva York. La pericia en el idioma permitió a Encarnación reaccionar rápidamente en el momento que todo era caos; otros supervivientes, como Pallás y Padró se salvaron por la mediación de un argentino, un héroe anónimo, que les tradujo los mensajes de la tropa e, incluso, fue puerta por puerta alertando del accidente a sus amigos españoles.

Mientras caía al bote, Reynaldo pudo ver a Pallás fracturándose la pierna en la salida del agujero negro en el que se había convertido el transatlántico. Faltaban pocos minutos para los 2.20, la hora detenida de los relojes del Titanic.

Las calderas reventaron, el sistema de comunicación fallaba, pese a la insistencia de la tripulación, que no paraba de mandar mensajes de socorro. La pequeña marbellí, que apenas superaba el metro y medio, viendo desde la horizontal helada del mar cómo el Titanic se ponía de pie, tentado por el aire antes de negociar con el abismo, que lo arrastró para siempre.

La misteriosa tita Encarnación, como la conocen en Nueva York, fue una de las pocas personas que escuchó diluirse a la orquesta, de ocho músicos, mientras sonaba un himno religioso. En la cubierta permanecían algunas mujeres que se habían negado a abandonar a sus maridos. También otros españoles como Víctor Peñasco, nieto del ministro Canalejas, que deseó suerte a su mujer, Pepita, justo en el momento en que su madre, en Madrid, interpretaba la caída de un moscardón sobre el plato como la señal de una desgracia. También el camarero Juan Monrós o el empresario Servando Ovies, propietario del único coche que viajaba a bordo, emborronado en la ficción por Winslet y Di Caprio. El enigma sigue siendo Reynaldo.