18 de julio, fiesta en toda España, día de paga extra, excursiones a la playa y al San Antón hace unas cuantas décadas. Era un día muy importante para el comercio de Málaga, aunque vista la afluencia de personas, algunos establecimientos aprovechaban para rebajar la calidad de los productos y hacer más caja.

Un 18 de julio, a la heladería Lauri entró un señor, pidió un cucurucho, salió fuera y se lo comió. Al rato entró dentro y le dijo a don Eliseo: «Usted me ha estafado». El heladero quiso saber por qué y el cliente le respondió: «Porque pensaba que iba a comerme una porquería y vengo a repetir, así que me va a costar más dinero».

Como explica don Eliseo, «ese era un día en el que se veían muchas carretas por el barrio, así que le expliqué que yo, aparte de los clientes fijos tenía los que no han venido nunca, y si usted se va con buen sabor, mañana volverá por aquí». Puro sentido común aplicado a los negocios.

Aunque los principios fueron duros. Como recuerda su hijo Juan, los primeros años sus padres tuvieron que compaginar la heladería con el regreso a Ibi a trabajar a partir de otoño en la fábrica de juguetes. «Hasta que ya teníamos una edad en la que era un problema trasladarnos a los colegios», informa Juan.

Los tres hijos de los heladeros (Consuelo, Juan y Santiago), los dos últimos nacidos en Málaga, colaboraron desde el principio repartiendo en bicicleta los helados en garrafitas, un trabajo que antes realizaba el propio don Eliseo, que recuerda un pedido al Morlaco de cinco o seis cucuruchos: «Iba con una mano en el manillar y con la otra en los cucuruchos».

Su habilidad le hizo mejorar el primitivo envase de corcho en el que se repartían los helados: Fabricó un envase con corcho blanco y plástico –con la ayuda de un soldador de gasoil– del que todavía puede verse uno.

En nuestros días, clientes de todos los rincones Málaga siguen acudiendo a Lauri y haciendo encargos por teléfono, una heladería que en el año 52 ya servía pedidos a domicilio... a dos ruedas.