Hace 4.500 millones de años nuestro planeta era un recién nacido, inhóspito y carente de vida. Así pasó mucho tiempo, hasta que algunos organismos unicelulares poblaban un mar primigenio que lo envolvía todo y del que solo asomaban trozos de tierra pelada sobre la que llovía constantemente ácido. En este ambiente, sin saberse a ciencia cierta por qué, nació la vida. Los organismos unicelulares se unieron entre sí en una especie de moco que se aferró a la frontera existente entre la tierra seca y el primitivo mar. Después, en un milagro de la evolución, comenzaron los procesos que dieron lugar a la fotosíntesis, que milagrosamente lanzó a la atmósfera un elemento venenoso que lo llenaba todo y que mataba casi toda embrionaria especie que osaba aparecer en nuestro planeta. Sin embargo, la adaptación de los más fuertes, su tenacidad, su amor a esa especie de patria que les veía nacer y morir casi simultáneamente, dio origen a nuevas especies, apareciendo con ello nuevos organismos pluricelulares y las primeras plantas. El oxígeno, que lo mataba todo, ahora era la nueva fuente de vida en la Tierra. Pasaron millones de años y de repente, como un milagro, porque la vida es en sí misma un misterio milagroso, en un periodo de tiempo al que llamamos Cámbrico, la vida explosionó en infinidad de nuevas especies que poblaron rápidamente el planeta y lo llenaron de vida y color.

Desde entonces, la Tierra, mientras no se demuestre lo contrario, es el único lugar conocido del Universo donde la vida es posible y a todas luces, sin el menor género de duda, es además absolutamente imparable. De algún olvidado animal que pululó aquel Edén primigenio y del que no tenemos ni idea ni rastro, de aquel bicho maravilloso procedemos todos los llamados seres humanos. Desde entonces, la humanidad no ha conocido un momento de paz, hasta el punto de que es muy probable que nuestro planeta no haya tenido en su historia ni un solo segundo sin guerras. Los grandes acontecimientos bélicos de nuestra Historia son el compendio de un sinfín de pequeñas guerras que siempre existieron y actualmente, existen. Somos los más terribles depedradores y sin embargo, somos el ser más fascinante y sensible que anda sobre la faz de la Tierra. Somos el origen de la ternura y la fuente inagotable del amor eterno, pues tenemos una capacidad infinita de darlo y recibirlo sin exigir nada a cambio por ello. Somos, sin duda y a la vez, el ser más cruel y el más maravilloso del Universo. En Al-Andalus el principio del fin comenzó en 1410 con la conquista de Antequera y su periodo final, el que terminó con ocho siglos de cultura e islam, se inicio en 1482 con la toma de Alhama de Granada, pues en apenas tres meses, cayó también Loja y toda la Vega para finalmente masacrar Málaga en aquel lejano verano de 1487, cuando el mundo cambió de manos. Desapareció entonces la última frontera de la Edad Media, esa que durante tanto tiempo separó dos maneras diferentes de ver la vida y que como el moco primigenio anterior al Cámbrico, separó dos mundos diferentes que sepultó formas y costumbres que sucumbieron para siempre, escritas en las empolvadas páginas del olvido y la sinrazón. La última frontera separaba el Reino de Granada de un Universo desconocido que se le cayó literalmente encima y que dio paso a una nueva potencia mundial capaz de descubrir y conquistar un continente y cambiar el mundo conocido hasta entonces. Como la propia evolución de las especies, también la sociedad dio un paso al frente, un paso que mató definitivamente los decadentes Reinos de Taifas, pero un paso hacia adelante, al fin y al cabo.

Y ese momento que dio origen a una nueva forma de vida, también abrió camino a la sinrazón y al olvido de un cultura ancestral, que tras la última frontera estuvo a punto de morirse y perderse para siempre. En estos días Granada me recibe lluviosa pero no triste, porque la ciudad nazarí no conoce el amargo sabor de la tristeza. Por sus calles muchos jóvenes provenientes de la vecina Murcia celebran despedidas de solteros y muchos somos los que quizás, empujados por este chirimiri andaluz que nos cala, nos refugiamos en las teterías árabes de moruno acento y evocación permanente a nuestro pasado. Miro a mi alrededor y compruebo con satisfacción estar rodeado de un mundo de arte. Los edificios me lo dicen casi todo y lo que no me dicen, me lo cuentan las voces y los trabajos de mis amigos, unos nuevos locos que expresan el esplendor de tantos siglos heredados de amor a la belleza y al sentir de todo un pueblo que pasea una identidad única y heredada. Una vez más la sensibilidad que emana de la belleza que pintan, esculpen y modelan me alienta el alma y me hace sentir pequeño. Miro hacia uno de mis lados, como queriendo escapar de la mediocridad que atesoro, mientras un gatito casi recién nacido me observa con ojos curiosos de belleza imperceptible. Y mientras tanto el cielo me regala lluvia como para que yo me acuerde de que estoy vivo y de que respiro, sueño y amo en la tierra más maravillosa del mundo, justamente Al Andalus, la tierra de mis antepasados...