Conocía sobradamente las referencias cartográficas de Marbella. Si hubiera sido piloto, como Howard Hughes, al que transportó a uno de sus libros, habría podido alcanzar los roquedales de la Costa del Sol hasta con la cabeza hundida en un bidón de tripas de cerdo. Pocos, muy pocos, hicieron tantas veces el viaje que separa por mar y por tierra a Puerto Banús del sur de Francia y de California. Y siempre con idéntica sonrisa, rodeado de bellezas. A Harold Robbins le fueron tan bien las cosas que parecía verdaderamente alguien de provecho: un sultán o un matador de toros, o mejor aún, un matador después de abducir a todos los toreros; cualquier cosa menos un escritor, o al menos, que un escritor de los de la mancha en el jersey y las visitas a la biblioteca.

Mientras Juan Benet se peleaba con su bigote y con los sabañones para rebañarle una página al frío de enero, Harold Robbins se paseaba en yate por la provincia, sin más ocupación que descorchar botellas y anotar, de vez en cuando, alguna idea. Los dos con el mismo oficio, pero con una cuantiosa diferencia: el americano había vendido más de 750 millones de ejemplares de sus novelas, una marca por encima, incluso, del pillaje de Harry Potter. Y, además, con los estudios de Hollywood pendientes de ofertas millonarias para adaptar algunos de sus éxitos.

Para entender la estatura de Robbins en esa época nada mejor que pensar en una especie de Ken Follett que hubiera inventado la fórmula de Falcon Crest con la bravuconería social de un galán napolitano. Estrella en el paseo de la fama, 25 bestsellers, fiestas, barcos. De él decían los que le conocían que tenía el tipo de vida con el que fantaseaba Scott Fitzgerald. Y eso implica ríos de espumoso, celebridades y, sobre todo, sexo, mucho sexo.

De hecho, el escritor tenía fama de convocar al escándalo. Sus novelas, desde los tiempos de No amarás a un extraño, navegaban en un terreno cercano al erotismo, aunque sin necesidad de recurrir a sombras y a cadenas. La inspiración, en este caso, no dependía de las musas, sino de sus garbeos por sitios como la Costa del Sol o Montecarlo. Robbins estaba empeñado en convertir su propia existencia en una obra de las que se consumían frente al mar. Y lo logró. Aunque no llegara a escribirla explícitamente. En todos sus textos hay restos de ese imperio del lujo y del desparrame que le ocupó durante todo el tiempo en el que no estuvo escribiendo.

En una fotografía de 1973, tomada en Puerto Banús, se le ve en el centro de uno de sus yates, protegido del sol con un sombrero y una camisa de verano, al lado de su esposa, la bellísima Grace Robbins, y otras siete mujeres. Sin el menor atisbo, dicho sea de paso, de esa comezón metafísica que distingue a los poetas. Que no se culpe a nadie. En ese momento no había sitio para los demonios interiores; Elvis Presley había protagonizado en el cine una de sus novelas (Una tumba para Danny Fischer), la gente guapa le reía todos los chistes y, para colmo, hasta los Beatles se habían acordado de transplantarle en una letra. Cuando Lennon y McCartney dejaron por primera vez de hablar de amor no hicieron otra cosa que hablar de Harold Robbins. En la canción Paperback writer, que cuenta con ironía la historia de un autor empeñado en saltar al cielo de la tapa blanda.

«Querido señor o señora, ¿querrá leer usted mi libro?». Cuando la pregunta del cuarteto de Liverpool sonaba en el ambiente, todo el mundo conocía la respuesta. Decenas de países devoraban los culebrones picantes de Robbins, que, incluso, llevaba con naturalidad eso de que los Beatles le cantasen. Sus fiestas resonaban con eco en Beverly Hills y en Marbella, desde donde fletaba aviones para llevarse a la parroquia española de gala de fin de año. En uno de los cumpleaños de su mujer invitó a más de seiscientas personas a beber champán y observar a una legión de tipos esculturales saliendo medio desnudos desde el fondo de una tarta.

El escritor se permitía, sin duda, las mismas licencias en sus periodos en Marbella. Como si lo de los generales fuera únicamente una pesadilla de intercambio exclusivo entre los lugareños y Sinatra. En sus correrías por la Costa, fue sonada la fiesta en la mansión de Mel Ferrer y Audrey Hepburn, con una densidad de famosos superior a la de algunos estudios de Hollywood. Lita Trujillo, Tyrone Power. Y, por supuesto, infiltrados peninsulares como Jaime Ostos. En la década de los setenta, Robbins funcionaba con aires de príncipe gitano; sus mansiones, sus yates estaban siempre abiertos, aunque con una única condición. Tenías que ser famoso o, al menos pretenderlo. Benet, mientras, le daba a la tecla.