Tiene 14 años, es tranquilo y afable. Mira de frente, aunque a veces repasa con sus negros ojos un suelo preñado de grisura. Dice que ha aprobado inglés, pero no puede con las mates. «Primero el trabajo, luego el coche y ya me preocuparé de la mujer y la casa», sonríe. Se llama Francisco y su ilusión es ser pastor evangélico, porque, como explica, su padre ha perdido peso y bebe menos desde que «está con Dios». Su objetivo parece sencillo, pero viviendo en el asentamiento marginal de Los Asperones parece algo más lejano. Aunque él no pierde la esperanza. Al igual que otras muchas personas que fantasean con abandonar un barrio que nació en 1987 de forma provisional para acoger a los afectados por aquellas inundaciones, cuando el agua devoró los corralones de las calles Martínez Maldonado y Castilla y se llevó por delante los núcleos chabolistas de Estación del Perro, Puente de los Morenos y Portada Alta.

La provisionalidad es la característica que mejor define al barrio, porque los planes de la Junta y el Ayuntamiento para acabar con la barriada, que da cobijo hoy a un millar de personas, la mayoría de etnia gitana, han chocado una y otra vez con las promesas incumplidas de los políticos. Sólo treinta de las 270 familias que conforman el barrio han podido abandonarlo en los sucesivos planes administrativos, y lo que en un principio parecía un asentamiento temporal se ha convertido ya en una pequeña ciudad hermética que sólo el cariño y la paciencia de los voluntarios de Cáritas y de los Misioneros de la Esperanza (Mies) parecen abrir.

De cualquier forma, a los habitantes de Los Asperones les molestan los estereotipos. «Los Asperones ya no es el punto de venta de droga en Málaga», dice el párroco de la iglesia de San Fernando, Jauma Gasulla Felices, un clérigo que batalla por los más desfavorecidos desde hace décadas. Él ha visto la evolución del barrio en su cuarto de siglo, y del cliché en blanco y negro, de la foto de la droga, la suciedad y la marginación, se ha pasado a una instantánea en la que las ganas de prosperar empiezan a ser ya el común denominador de los vecinos. Al menos de la mayoría, aunque un deseo subyace bajo las sonrisas cómplices que muestran a la cámara: abandonar, de una vez y para siempre, el núcleo chabolista y acceder a viviendas dignas. Pero no juntos. Cada uno por su lado. La dispersión para favorecer la inserción social.

Jesús Juárez es un educador social de Cáritas que se ha ganado el cariño de los gitanos. Todo el mundo lo conoce como el Donut. Y a medida que reportero y fotógrafo se abren paso por la barriada los niños más pequeños tratan de llamar su atención y buscan constantemente su abrazo. No es posible andar más de cinco minutos por una calle sin que lo paren tres o cuatro veces: «Ellos quieren una casa digna fuera del barrio, pero no quieren que se eche abajo Los Asperones y se haga otro nuevo. Y, de momento, que mejoren el barrio. Si hay que estar que estén un poco mejor», dice.

Dolores Moreno tiene 35 años, cuatro hijos y es limpiadora en el colegio María de la O. Su marido se dedica a la chatarra, pero ella no pierde ni la sonrisa. Llegó hace una década. «Aquí no hay peluquería, ni comercios ni carnicería», explica, para añadir después que quiere salir del barrio y tener una casa digna. Una oportunidad.

El progreso se nota en los ojos de los protagonistas de esta historia. No ya por ellos. Sino por sus hijos, como dice Moreno. La educación está siendo fundamental, cuenta Jesús Juárez. Y no sólo la académica. La urbanidad y el civismo, que van desde tirar la basura en la papelera hasta la solución de conflictos por el diálogo, son básicas. Hace cuatro años un vecino de la barriada consiguió graduarse en Educación Secundaria Obligatoria (ESO). «Ahora hay gente que quiere estudiar». Y no sólo el graduado. Sino que se sacan el carné de conducir, o van a clases de cocina, de ayuda a domicilio u hostelería, muchos de ellos talleres ofertados por Cáritas.

«Ahí se nota el camino hecho desde hace muchos años por Cáritas y Mies. La idea clave es el tema educacional, la convivencia, se nota que Asperones ha cambiado», precisa el párroco.

La droga es un termómetro fundamental: «Los que tienen menos de 25 años ni fuman porros. Aquí no hay drogas duras, porque muchos han visto morir a sus padres o a sus tíos. Y algunos están presos. Las décadas duras fueron los ochenta y los noventa. Hay gente con veinte años que no se ha vacunado nunca por miedo a las jeringuillas. La droga ha causado aquí muchos estragos», dice Juárez, a lo que añade el párroco: «Reaccionan contra ello».

Los problemas básicos son dos ahora mismo: el paro y la falta de compromiso político.

Son ellos mismos los que piden que no los manden a vivir a todos juntos. Rosa Beltrán es otra voluntaria de Cáritas que lleva años trabajando codo con codo con los más desfavorecidos. Y asegura que la barriada «crece muy rápido». La crisis se ha cebado con esta isla chabolista: «Hay mucho paro. Antes había más nóminas, porque les pagaban por ir a talleres de empleo, pero ahora muchos llevan año y medio en el desempleo». El paro se suma a la marginación colectiva que sufren. El desconocimiento los aleja del resto de los malagueños. Algunos cuentan que sus hijos no sabrían bandearse solos por el Centro Histórico.

Dolores Rodríguez tiene 42 años, dos hijos mellizos de 17 años, es pensionista y trabaja en la ONCE. Ella llegó en el 87. Tras las inundaciones. Y las lluvias del pasado mes de noviembre afectaron a su casa. En total seis quedaron completamente anegadas, y muchas familias tuvieron que dormir en la iglesia de San Fernando, ubicada en el Cónsul. «Mi casa está echa polvo. Llegué en el 87 y estoy deseando salir del barrio. Ha ido a peor. Ahora, gracias a ellos, está mejor. Y para los críos también, por lo que están haciendo. Por lo demás estamos aislados», precisa.

Se queja de que aunque hace un lustro se asfaltó el barrio, no hay contenedores sino cubas. Y asegura que muchos tiran fuera la basura, sobre todo los niños, porque no llegan. Cáritas tiene incluso programas de acompañamiento a trámites judiciales o talleres de informática básica. Rosa Beltrán asegura que nadie se ocupa de eso. «Ni siquiera hay bancos para que se puedan sentar y una de las tres fases no cuenta con alumbrado público». Antes había cinco barrenderos, ahora sólo hay tres y no dan abasto. Tampoco hay parques para los más pequeños, que se dedican, además de ir al colegio, a jugar al fútbol. «Falta higiene y hay muchas ratas», afirma.

Antonia Amador tiene 40 años y dos hijos: «24 años tiene el niño y 11 la niña». «Llegué aquí cuando tenía 16 años. El barrio fue a peor. A lo mejor durante cuatro o cinco meses hacen una obra y lo dejan olvidado. Ya por lo menos hay una parada de autobús. Antes caía la lluvia o te morías de calor. Y tenemos guardería y colegio. Pero todo ha cambiado. Hay mucha gente formándose y haciendo cursos de ayuda a domicilio o graduado en ESO». Toñi, como la llaman los voluntarios, bien hubiera podido ser periodista. O política. Su locuacidad y simpatía seducen al instante. Y la claridad de sus ideas. El párroco apunta: «Si en más de 25 años no se ha resuelto es porque no se puede resolver», dice irónico, y se pregunta: «¿El metro se puede resolver y los Asperones no?». Toñi toma el testigo: «El metro y la Universidad sí, y Los Asperones, no. ¿No habrá costado más el metro que darnos una solución? Tiene que ocurrir una desgracia para que nos escuchen. En las últimas inundaciones mi casa se anegó. Tiré una cama nueva porque estaba chorreando. Y a la madre de Dolores le dieron 1.000 euros y con eso le callan la boca».

El padre Gasulla insiste en que el enorme trabajo de los voluntarios ha sido vital para la educación y la reeducación de los habitantes de Los Asperones. «No creo que en 25 años no hayan podido arreglar esto, yo creo que las instituciones tienen buenos propósitos, pero muchas de esas intenciones se han quedado en nada por falta de dinero», reflexiona, y aclara: «Tenemos que educar mucho, eso es básico para Los Asperones y para El Cónsul, para todos lados. Más importante que la acción política con medidas económicas y sociales. El colegio, Mies y Cáritas se dedican a educar en la calle».

Toñi se queja de que la zona natural de expansión de la ciudad, hacia Campanillas, está poniendo una soga en el cuello de los vecinos. Soliva está muy cerca, y la ampliación del campus universitario y el metro ya rodean las precarias casas del núcleo. «Nos están enterrando y el terreno cede», dice.

Juárez, el educador social, recuerda que la hija de Dolores Rodríguez estudia tercero de ESO. Y su hijo el carné de coche. Ella sonríe orgullosa. «El metro y la ampliación del campus ponen a Los Asperones en el mapa», dice el padre Gasulla. Ahora es un grito a voces. Ellos están por el realojo.

Dando un paseo por el barrio lo primero que salta a la vista es la cantidad de niños que juegan al fútbol en plena mañana. Es Semana Blanca. Y un pequeño que se compara con Víctor Valdés llama a El Donut. «Mira qué toque tiene ese chaval», dice Juárez satisfecho. Al fondo suena Camarón, y en un solitario muro puede leerse, a modo de advertencia: «Tantas beses caido, tantas beses levantao».

En el barrio hay una oficina de inserción laboral de Andalucía Orienta. Allí pueden fichar y no han de desplazarse a la ciudad, a la que sólo los une un autobús que pasa poco. Además, se quejan de que muchos taxistas se niegan a ir a Los Asperones. Y, en algunos casos, cuando los empresarios ven por el DNI que algunos de ellos viven en la barriada, ni siquiera piensan en contratarlos. El destino, esquivo, muestra con estos vecinos su cara más cruel. «A muchos taxistas hay que pagarles por adelantado», dice Toñi, mientras que Dolores Moreno asegura: «Hay malos y buenos, igual que en todos los sitios».

En el Colegio María de la O juegan al fútbol varios chiquillos. Enseguida bromean sobre que ellos venden chocolate. Lo hacen al ver la cámara. Es el sambenito que les han colgado programas de televisión que los caricaturizaron, sin mostrar sus avances, sus ganas de mejorar, sus ansias de ser felices. Juan Antonio Amador, Lolo, es voluntario y vecino del barrio, y entrena a los chavales para la liguilla Mies. «Son buenos», dice orgulloso. Asegura que quiere ser, por este orden, entrenador de fútbol y mecánico de coches. Para su segunda ilusión ya ha dado pasos formativos. «El barrio ha cambiado mucho. Cuando yo era chico no había estas cosas».

Antonio Escobedo se dedica a la chatarra. Tiene tres hijos y treinta años. «Vivir aquí es duro. Ahora voy a ir a ver si pillo algo de chatarra. Cobro los 450 euros del Plan Prepara. A ver si nos dan un piso en Los Palomares. Yo daba la casa y me iba. Droga no queda ya. Pero hay que ir al colegio y educarse», reflexiona.

Luis Barranco está desempleado y ahora se saca el carné de conducir. «Tengo mujer y un hijo. Yo me las busco en la chatarrilla. El barrio ha ido a mejor, pero es mala influencia para mis hijos. Antes no podías salir a la calle. Todo ha mejorado: hay trabajadores sociales, sellamos aquí, salen cursos. Los jóvenes tienen que tener un futuro mejor. No me gustaría que siguieran el mismo camino que nosotros. Quiero prosperar y abrir la mente. No reniego de mi raza, pero me gustaría vivir más civilizado con los payos, en una casa digna».

Es una sociedad cerrada, fuertemente matriarcal pese a la imagen machista que dan los medios. «Son las mujeres las que vienen y hablan», dice Juárez. Dos matriarcas controlan la barriada. Y ese hermetismo sólo los rompen los payos buenos, los voluntarios, los que se acercan a los gitanos con respeto valorando la dignidad del otro. «La vida de los gitanos no es como antes, hoy con dos o cuatro niños ya basta. Antes nos rechazaban los payos a los gitanos. Pero hay gitanillos y gitanos, y se puede hablar con muchos», dice Rosa Trinidad Fernández, de 62 años: tiene nueve hijos, 15 nietos y seis bisnietos. «Me casé muy joven», dice mientras su loro recorre su brazo diciéndole al oído: «Mira los payos». «Queremos salir de aquí», precisa, mientras asegura que su mascota canta por Camarón, bebe café y le gusta el pan con manteca. «Cola Cao no quiere», sonríe esta simpática gitana que debe ser un terremoto doméstico.

Algunos se quejan de que cuando han ido a socorrer a un payo que se había caído, éste les insulta porque se creen que les va a robar. Algunos rehúyen la cámara, y otros piden que retratemos a su madre. «Sácala guapa».

Francisco, el niño que abre esta historia, dice que «sin colegio no puede estar». Nos saluda serio. Con la gravedad propia de un futuro líder comunitario. En seguida nos pregunta por nuestro trabajo. Y vuelve a hablar de las matemáticas, que se le atraviesan. Quiere ser pastor evangélico. Como Los Asperones, Francisco sueña con un futuro mejor.

@saumartin