Hace ya algunas fechas vivimos el fenómeno medieval de la llamada fumata blanca y tras una corta espera el Conclave nos trajo, de la noche a la mañana, un nuevo Obispo de Roma, representante de Cristo y al que todo el mundo llama Papa. Con él, según cuentan un argentino humilde, que como el chiste, parece imposible, nos ha llegado un hombre sencillo en el que los creyentes, agobiados y agotados por los malos momentos que vivimos, han depositado una serie de esperanzas que de llegar a cumplirse fabricarán un mundo mejor y hasta puede que una Iglesia pobre para los pobres del mundo.

En el año de 1885, en aquel periodo histórico del gobierno de España que se llamó Restauración, en el malagueño pueblo de Tolox, hubo un episodio de herejía y al no estar complicado ningún religioso en el mismo, todos los implicados fueron jugados por la Audiencia Provincial de Málaga, es decir, por la justicia ordinaria. Todos, según parece campesinos, fueron hallados desnudos en un aquelarre iluminista y aquellos policías de entonces, colaboraron con los jueces para condenar a aquellos que habían actuado contra la moral y la teología. Eran tiempos en los que la policía que velaba por el nacional catolicismo o al menos por sus intereses, se veía capaz de entender sobre teología y dogma.

Pero si este caso es peculiar, no lo es menos el referido a las llamadas Hipolitinas, todo un acontecimiento social en la Málaga de la postguerra, que corrió de boca en boca por toda la ciudad y llegó a otras tierras de España e incluso a la Santa Sede, donde el Papa de aquel entonces, Juan XXIII, mandó aplicar la justicia de la iglesia para herejes e iluminados a todos los que se vieron inmersos en el suceso, que si me lo permiten ahora, yo les cuento:

Hipólito Lucena Morales, nació en Coín en el año 1907. Quedó huérfano de padre y madre a muy temprana edad. Por ello, ingresó en el Seminario Diocesano de Málaga a la edad de diez años, para acabar siendo ordenado cura en el año de 1930.

Cuando se produjo el llamado Alzamiento Nacional del general Franco, fracasó estrepitosamente en Málaga, por ello y por los terribles acontecimientos que en 1936 se produjeron, Hipólito fue detenido el 22 de julio de ese mismo año junto con 48 sacerdotes más e ingresado preventivamente en prisión. Se libró de ser fusilado casi milagrosamente, suerte que no corrieron sus hermanos José e Hilario, que acabaron sus vidas frente al paredón, para terminar formando parte, una vez finalizada la Guerra Civil, a las ordenes del obispo Balbino Santos que le nombró ecónomo de la Parroquia de Santiago, hasta que en 1940 con apenas 32 años de edad obtuvo la plaza de párroco en propiedad. A partir de este momento se dedicó activamente a la caridad y su labor pastoral lo llevó a la restauración de nuestra Semana Santa, especialmente en las Cofradías de Jesús el Rico y del Rescate, para posteriormente granjearse la confianza del nuevo obispo, Ángel Herrera Oria, que lo nombró arcipreste de Málaga y posteriormente Secretario de Cámara y del Gobierno del Obispado.

Un buen cura

Atendiendo a todo lo anterior, Hipólito, sin duda, siempre fue un buen cura, pero no por ello dejó jamás de sentirse hombre y como tal, víctima de sus pasiones. Debió de odiar, desde lo más hondo de su ser, aquellas disposiciones que se tomaron en los Concilios de Elvira y de Nicea, donde el obispo Osio de Córdova quisiera imponer sin éxito el celibato, que finalmente se aceptó en el siglo IV por ordenes de los Papas Dámaso I, Siricio, Inocencio I y León I, pues mucho fue lo que tardó el clero en aceptar tal imposición. Después, con el Concilio de Letrán, la mayoría de los sacerdotes satanizaron el sexo hasta que la Reforma Luterana lo sacara de tan penosa situación. No obstante, cabe reseñar que el Concilio de Letrán advierte desde el año 1563, que esta enseñanza no es ley de Dios sino ley de la iglesia y puede que Hipólito no compartiera esa ley humana pues comenzó a rodearse de un grupo de mujeres que en palabras del Nobel, Camilo José Cela, eran «un grupo de beatas malagueñas que ejercieron de coimas de su director espiritual».

En el interior de la Iglesia de la Merced, Hipólito y sus beatas, comenzaron a realizar matrimonios místicos en su altar, caracterizados por tocamientos y actos sexuales envueltos en éxtasis. Por increíble que parezca, la comunidad Hipolitina, pues así se la denominaba, no produjo ningún recelo ante la curia eclesiástica. Sin embargo, en el año de 1959, las denuncias de una menor produjeron la primera señal de alerta. Auspiciada por el propio Vaticano, comenzó una exhaustiva investigación que descubrió que en realidad la congregación era una farsa para ocultar las relaciones carnales de Hipólito con sus seguidoras y lo que es peor, pues disfrazado de orfelinato, eran recogidos además de niños abandonados, los nacidos fruto de las relaciones sexuales practicadas por sus miembros.

Entonces llegó el proteccionismo y el secretismo de la Iglesia, de alguna manera, la justicia civil no se encargó del caso y la policía se ocupó de que la condena política no se difundiera entre la población. Hipólito, que era autor de varios delitos no fue juzgado por ellos, o al menos como debiera haberlo sido, pues fue la justicia eclesiástica quien se encargó de hacerlo. Se reunió de nuevo la Sagrada Congregación del Santo Oficio que aplicó su justicia: condenado a la prohibición expresa de ejercer el sacerdocio. Discretamente fue enviado a un monasterio en los Alpes austriacos hasta que una vez que se tuvo conciencia del olvido por parte del pueblo de sus actos, se le permitió regresar a Coín, donde finalmente en el año de 1981 se murió aburrido y viejo.

Pero si Hipólito salió indemne de sus andanzas, muchos fueron los daños colaterales que estas trajeron a Málaga. Para empezar, cabría preguntarse que fueron de aquellos hijos expósitos que tuvo con sus beatas, auténticos mártires de sus bajas pasiones. Para Málaga, la tragedia fue la demolición absoluta de la Iglesia de la Merced que se convirtió en solar sometido a la especulación. Esta hizo que al final fuera vendido y construido aquel infumable inmueble que es el edificio Pertika que en palabras del Gran Vázquez es un edificio singular, por suerte no plural. Aunque intervino, sin lugar a dudas, la falta de dinero de aquella Málaga de los sesenta para rehabilitar la Iglesia Mercedaria, el empujón definitivo que cambiara la fisonomía de la plaza donde Picasso jugara tuvo un nombre, el de un apasionado cura de Coín y un rosario de enloquecidas beatas: Las Hipolitinas de Málaga.