Javier Lendínez es un tipo extrovertido. Era habitual de las noches marbellíes junto a un reducido grupo de amigos en el que había exconcejales del GIL. Su sonrisa, ya después de ser detenido en la operación Malaya, se había vuelto enigmática y hay quien asegura que su entorno más íntimo tardó algunas días en constatar la huida. «Nadie supo nada», dice uno de sus amigos. Hay quien dice que un golpe de suerte en un negocio inmobiliario le proporcionó recursos suficientes para hacer frente a los gastos de una fuga y mantenerse casi un lustro escondido, aunque, como explicaron fuentes fiscales a este periódico en relación al huido más ilustre, Carlos Fernández, «se espera a que cometa un fallo». Lendínez no ha cometido ninguno, sino que, siempre según su defensa, «se ha entregado para poner fin al calvario» de una vida lejos de Marbella.

Lo cierto es que esa huida ya le ha beneficiado, porque la pena de nueve meses de cárcel por delitos urbanísticos, dictada en abril de 2008, prescribía al año, y el cohecho que se le imputa en Malaya prescribe en un trienio -o en cinco si el Supremo dice otra cosa-. De momento, ha tenido suerte.