Algunos pudieron ver un mechón rubio. Otros, apenas un tumulto de gafas de sol, un muro de espaldas altas, de los que ciegan las luces de los flashes. En cualquier caso, se sabía. Brooke Shields iba y venía por Marbella y sus pasos, siempre atrincherados, sonaban por toda la provincia como un reflejo mastodóntico de la época de los grandes nombres. Y, además, en unas fechas, las de los ochenta, en las que el gentío y el ladrillo empezaban a quemarle los pies a las celebrities que durante décadas pusieron algo de color de los tiempos oscuros de Franco. La actriz, en su visitas a Málaga, en los ochenta, era más que cuatro emperatrices retrepadas en caballos de raza: la joven más deseada de América, con un pulso situado entre el tocador, las nubes y la eterna aristocracia.

Desciendente de los primeros colonos de Virginia, emparentada con princesas italianas, e, incluso, con Beatriz de Borbón, Shields conservaba pese a su rancio abolengo el toque práctico de los negocios y de las praderas interminables, lo que la convertía en una musa completamente diferente. Capaz de interesarse graciosamente por las lenguas románicas y de pronunciar chaladuras majestuosas («El rojo estimula mi cerebro»), la actriz era en esos días lo que habría querido ser Madonna de haber sido engendrada en una cama con dosel y bajo la agitación de los ángeles.

En suma, todo un terremoto. Especialmente, en un sitio como la Costa del Sol, que ya empezaba a meter las narices de buena gana en el mundo de las exclusivas y sus salvajes indiscreciones. Pero la actriz, en ese momento, se cuidaba. Era consciente de su poder, que ya había dejado en la cuneta y con la boca extasiada a gente tan talentosa como Louis Malle. Sobre todo, después de rodar El lago azul, que, de partida, le procuró más inconvenientes que glorias entre la comunidad más denodadamente zafia de su país, que la tachó de inmoral por hacer justamente lo que ahora parece un cuento de Disney delante de las cámaras.

En 1985, cuando se la vio por Marbella, la llamada novia de América ya había empezado a dejar crecer el ovillo de novios famosos que completarían sus galones y que, incluyen, incluso, a Dodi Al-Fayed y Michael Jackson -Shields fue la encargada de pronunciar el panegírico en el sepelio del rey del pop-. Una carrera amatoria a todos luces innecesaria en España, donde ejercía de diva intergeneracional, como atestigua el revuelo que generó en el hotel en el que se hospedaba. Hasta allí peregrinaron decenas de fotógrafos, algunos de los cuales estuvieron a punto de llevarse una instantánea que habría dado la vuelta al mundo con aroma de lingote de oro: la artista con el pelo aplastado y en bata, rigurosamente hecha unos zorros, y vociferando frente al mostrador de recepción. ¿Un ataque repentino de locura? Sí, pero de los de categoría justificada. Al menos, entre las grandes modelos de Hollywood.

La futura mujer de Agassi, que casi cambió el podio del tenis por pasearse con ella de la mano, no había podido conectar su secador al enchufe del cuarto de baño y bajaba en busca de auxilio. Las fotos se hicieron, pero su cohorte privada de seguridad impidió que los fotógrafos se fueran con la presa bajo el brazo. Y, además, con tanta contundencia como para lograr que los propios periodistas se implicaran en el desasosiego de la dama y acabaran por prestarle una clavija para terminar de arreglarse el tocado.

Esa misma noche, Shields lució como una auténtica diosa de la mitología eslava, agarrada del brazo de su anfitrión, Adnan Khashoggi, al que superaba casi en la misma medida irremediable que distancia a Aznar de Kobe Bryant. El empresario libanés la había invitado a una de sus maravillosas fiestas en la mansión de La Baraka, donde compartió mesa con Sean Connery.

Las estancias en Marbella de la actriz despertaron chascarrillos y malevolencias sobre la saga de los Khashoggi. El más conocido, y difícilmente recusable, sobre todo mientras dure el canon estético clásico, es el enamoramiento de uno de los hijos del empresario, que una vez la acompañó al casino de Marbella y le soltó medio millón de pesetas para que se las gastara en la ruleta. La mujer de rojo lo hizo tan sumamente bien que se merendó el tablero y duplicó la cantidad en ganancias. Aunque, eso sí, sin devolverle una sola moneda a su benefactor, lo que desató las risotadas entre bambalinas de los trabajadores. Un multimillonario ligeramente humillado por la mujer más querida de la tele. Casi parece una letra de música country. Protagonizada siempre por Shields, quizá la última gran musa de la Costa.