Que una de esas bellezas aniñadas a las que le hubiera quedado muy bien jugar al tenis. Nació condesa, murió reina sin trono y, por lo tanto, infinita. Ejerció de mecanógrafa, de vendedora, de señora nostálgica con pieles, de millonaria, e, incluso, de viuda. En la Costa del Sol impuso la etiqueta con la naturalidad con la que otros imponían el bañador, como si las casas de los pescadores hubieran estado esperándola para acuñar junto a la arena sueños de viejas óperas y de castillos. Durante casi veinte años, no hubo baile de alta sociedad, por muy yeyés que se combaran los tiempos, que prescindiera de Geraldine de Albania. Especialmente, en Marbella, donde su concurso era el principio de un verso que siempre acababa en lámparas caras e imaginería isabelina.

La Rosa Blanca de Hungría, que así le llamaban, floreció en Málaga sin dejar nunca de ser vista y con todas sus copas superpuestas, arrastrando un exilio blanquecino que le daba una pátina romántica a un juego caleidoscópico que la dibujaba simultáneamente como criatura frívola y al mismo tiempo entristecida; la reina Geraldine convertida en abracadabra de un club de elegidos que sólo en la Costa del Sol aceptaba por igual a aristócratas que a sagas flamencas y artistas de cine. El equilibrio social que da el sol, pero, sobre todo, el dinero, que ya en esa época empezaba a arremolinarse en fincas exclusivas.

En los sesenta, antes incluso de que Fraga se aflojara dos dedos el cinturón para entender lo que era el turismo, la reina proscrita de Albania ya andaba yendo a exposiciones en Torremolinos y Marbella. Del título de visitante había pasado al de vecina tras la muerte de su marido, el rey Zog I, que fue expulsado del reino por los italianos y su ímpetu invasivo. Geraldine, hasta su último refugio en Sudáfrica y su regreso trágico a su país, donde murió en 2002, apenas cinco meses después de haber sido readmitida, residió alternativamente entre Madrid y la Costa del Sol. Primero como protegida de los Hohenlohe y los marqueses de Prat y, posteriormente, con casa propia, fundiendo en ropa cara y en jardines las penas azules del exilio. Fue precisamente en la Costa del Sol el lugar en el que la localizó el investigador de la Universidad de Indiana al que se le debe la mejor grabación sonora de la reina, que, en 1981, y desde algún punto de la provincia, se sentó frente a un magnetófono para contar su ascenso a la corona de Albania.

No es de extrañar que fuera un americano el que asumiera voluntariamente los rigores de viajar hasta Málaga en busca de la viuda. Y no sólo por el buen cartel que en aquella época conservaba la Costa del Sol, sino por la fascinación que suscitaba la figura de Geraldine en Estados Unidos. Entre otras cosas, porque la reina era nieta de un diplomático estadounidense y estaba emparentada con el poeta Robert Frost y con Ronald Reagan, que es como ser primo al mismo tiempo de Rajoy y de Francisco Brines, un poco al estilo de Gil de Biedma y Esperanza Aguirre.

Quizá por eso el nombre de Geraldine ha pasado a la historia con esa pantalla enorme de claroscuros; en un extremo, la aristócrata romántica, y del otro la jovencita que se paseó en su boda en un descapotable regalado por Hitler y convivió con cierta aquiescencia natural hacia el franquismo -la boda de su hijo Leka en Illescas, en 1975, acabó con grandes hurras y gritos de salve dirigidos al Caudillo-.

Geraldine, en el fondo, casi siempre detenida en una imagen de juventud que marcaría finalmente toda su vida; la joven vestida de blanco captada por un fotógrafo mientras se distraía con una pelota. Una foto que daría la vuelta a los restos del antiguo imperio austrohúngaro y, serviría, así, tan sumamente naif y, al mismo tiempo, pretenciosa, para encandilar al futuro monarca de Albania; dicen que fue esta imagen la que extendió el apodo de rosa blanca y también la que hizo que el príncipe Zog decidiera casarse con ella sin ni siquiera saber su nombre ni haberla visto. Aunque, eso sí, siendo consciente de que se trataba de una condesa, sin que Disney pusiera del todo el broche al asunto.

Geraldine, no obstante, nunca perdió en Málaga su reputación a lo divino. Y mucho menos después de conocerse las circunstancias de su muerte: la reina en Albania después de tres infartos, diciendo a todo el mundo que su hijo Leka era el rey. El mismo primogénito que dejaba tomar la delantera a su madre en las visitas a la Costa del Sol y más tarde le daba caza con su yate para unirse a fiestas a las que no faltaban ni Lola Flores ni Rubinstein. El palacio de sol de Marbella, con todas sus genealogías.