Sucumbió el año 2013. Se extinguió, se evaporó. Marchóse, que dicen en Mieres. Con su eco último de austeridad abombada, con su fanfarria cansina de mazapanes. Lo único que quedan son las luces de la calle Larios. Y, claro, uno se sienta ahí, en un banco, intimidado por las lámparas de araña con pinta de picardía de papel albal y se echan de menos hasta a las cabras. Qué hicieron de la virtud del silencio, de la cosa fina, señalaría Monteverdi. Las navidades son unas fiestas profusamente horteras y profusamente entrañables y además en ambos puntos sin posibilidad de remisión. Especialmente, en el centro de Málaga, donde uno siente siempre la necesidad de salir corriendo. En general para huir. Pero también para abrazar a amigos y a familiares.

Sin duda, la calle Larios pasará a la historia como la arteria con más densidad objetual de occidente. Desde hace meses es imposible ver un milímetro de aire, como en una de esas cuartillas de libreta atiborradas de tinta hasta en los márgenes. Y todo, en general, llevado al paroxismo en la Navidad. De los pingüinos y los jugadores de baloncesto de otros años se ha pasado a la modernidad buenrollista y eficiente de las LED, pero con idéntica tendencia excesiva, enfática. Basta apostarse en la plaza de la Constitución para empezar a oler a puchero. Una decoración cien por cien de señora castellana. El mismo pánico al vacío, el mismo horror vacui que gobierna en las cocinas más castizas de España. Hasta el punto de que uno teme adentrarse entre los adornos y tropezar con el reloj del Banesto, el cenicero de la catedral de Burgos o el inevitable plato de los Salesianos.

A los ayuntamientos españoles les gustan las luces. Dicen que estimulan el consumo. Como si los que se pasean por las calles con su paro a cuestas y sus cuatro cuartos en lugar de personas fueran peces de colores. Dan ganas de caminar con unas tijeras, cortando serpentinas con complejo de lianas. Una tesis doctoral posible sería reflexionar acerca de la afinidad estética entre los prostíbulos, los cruceros low cost y la ornamentación de la calle Larios. La cultura victoriana, en algunos aspectos, hizo más daño que Mikel Erentxun con sus versiones.

La vida se desliza hacia patrones imposibles en esta época del año. Hay quienes gustan de hacer nobles propósitos y otros más modestos que, como yo, de lo único que se alegran tras 2013 es de llegar al nuevo curso con pelo y con un número razonable de piezas dentales. La pesadilla continúa, más allá de la tumultuosa pátina de las fiestas y el suspiro momentáneo de las cifras del paro. Curso duro, casi trágico, el que espera a la ciudad, donde las cartas vuelven a echarse sobre un tapete cariado, sin más esperanza de presente que las ganas de comer croquetas de la gente que viene de fuera.

¿Cuántos salarios a quinientos euros? ¿Cuántas horas? ¿Cuántos trinos confundidos por los tendales de plata de los adornos? La intensidad melodramática de enero es siempre proporcional a los excesos de las navidades. Ahora, justamente, cuando volvemos a una realidad gastronómicamente luterana. Pasarán las fiestas. Quizá también algún día la pomposidad inenarrable de la calle Larios.