Se fue el Cholo Simeone y llegaron los Reyes Magos. Tiempos raros estos, como para no salir del somier. Si no fuera, claro, porque algo hay que hacer para enmendarle la plana al botijo y romper con la inercia salvaje de las fiestas, que son a la crisis lo que para un preso el desplegable de la revista Playboy. De todas las rentrés posibles que tiene esta vida, incluida la del Congreso, con Rajoy todavía de pretemporada, sin plasma ni invisibilidad, la peor es, sin duda, la de la Navidad. Llega un momento inevitable, allá por el 4 de enero, que uno se mira en el espejo y piensa que jamás podrá recuperar el antiguo temple de petimetre y la vida anterior. ¿Se imaginan? Unas navidades sempiternas, tozudamente non-stop, con botellas de sidra en el pasillo y la suegra y el tío de Venezuela completamente despendolados y fumándose un puro en el salón. El fin a veces es una alegría. Da orden y claridad.

Después de casi dos semanas rabelaisianas va a costar un mundo volver a la oficina y a la tortilla francesa. Un castigo rematadamente burgués para una ciudad que dejó de serlo y que se arroja ahora a los amigos y a la oferta para pegarse un último atracón. Quizá aprovechando que Merkel está en el hielo, on the rocks, que en términos geopolíticos es casi similar a que estuviera en formol. Turno, entonces, para los juguetes. Y para los niños, que por unos días abandonan esa tendencia en blanco y negro del petardo para divertirse con más solidez. Las calles tomadas por patinetes y bicicletas, como si fueran un ejército de pequeños ñus galopando hacia el futuro. O quizá huyendo, al estilo sus mayores, en busca de aventuras cuquis en el extranjero, qué chiquillada, con la ministra del Rocío administrándoles con el hisopo de seis cifras la bendición.

Si la economía se empeña en seguir bailando en el abismo, pronto habrá tan pocos jóvenes que habrá que importarlos, como en la época de la repoblación. «Se ofrece finlandés brioso e irresponsable para estar en el paro en Málaga y provincia. No como mucho jamón». Poco a poco, entre el ruido de los coches teledirigidos y de las cimitarras de plástico, se aviene el vacío. Especialmente, en la hostelería que en las últimas horas empieza a despertar del viaje alucinado de las navidades, cuando todos se atiborraban y eran felices. Al menos, sobre el papel. Málaga vuelve a mirar al mar en busca de cruceros y de gente que se desocupa de un modo infinitamente más civilizado, por placer que no por imposición.

Desde que arrancó la crisis, el final de las navidades se parece demasiado a encender la luz por la mañana y descubrir que donde había tersura se afilan las patas de gallo y todo son pérdidas al final del Grand Slam. El alma inevitablemente vuelve a oler a vino barato, con complejo, además, de haber invertido en veinte días más de lo que se necesita para cruzar el Rubicón infinito al que nos invitan Europa y Rajoy. Lo que no consiguieron los adustos personajes de Dickens y los excesos publicitarios está a punto de lograrlo esta España nuestra: sin la paga extra la Navidad tiene las horas contadas. Málaga, según los comerciantes, también. Pero esa es otra historia. Concretamente, la que se empieza a contar con las rebajas y lamentablemente se estira hasta el órdago de turno de Wert o Gallardón. Corran, niños, corran. Patinete hasta el final.