El burro se le debieron izar las orejas como si fueran zepelines. Estar ahí, a la solana, peleando con las moscas y los traseros de las señoras belgas y de repente ver acercarse desde el fondo de la plaza a Mario Moreno Cantinflas. Por muy animal que se sea, hacer de taxista en Mijas y tener como cliente al actor y su facundia es estar en la cresta. Y más, en 1985, cuando había tanto de lo que hablar y además en modo críptico. Con Cantinflas hasta un burro no se habría privado de poner la Cope y maldecir a Solchaga. Solamente para verle sacar la lengua de iguana y perorar con sus circunloquios sapientísimos, llenos de cosas que se pliegan y animadas líneas de fuga.

Habría sido bonito contemplar al inigualable Cantinflas huyendo en burro-taxi. Quizá con un sombrero de ala ancha y tarareando un estribillo. Pero no lo hizo. Se contuvo. Había venido a darse una alegría. Y era su última etapa en Málaga antes de volver a Madrid, donde daría incluso el saque de honor en el Manzanares. Siempre, el mexicano, con muy buen gusto.

En Mijas el actor no se cortó y se montó en el burro, como tampoco lo había hecho días antes en Torremolinos, sentado por cuestiones protocolarias al lado de Jordi Pujol. Qué parejas más extrañas arma el mundo. Su llegada a la Costa del Sol se produjo apenas cuatro años después de su retirada, cuando al artista empezaba a coquetear con la idea de mudarse a España e, incluso, visitaba apartamentos de grandes damas en la Gran Vía. En Málaga apareció con gafas de sol, con esa cara de pillastre del barrio bravo de Tepito que le hacía parecer siempre dispuesto a tropezar con una cuerda que no existe o requebrar fanfarronamente a una chavala.

A Cantinflas alguien, quizá Julio Iglesias, le había hablado de la Costa del Sol. Por eso no se lo pensó cuando le invitaron a recoger el premio anual de la Asociación Nacional de Informadores Gráficos de Prensa. Mario Moreno se asomó a la provincia como lo hacen los delfines a las manos de los niños rubios; con curiosidad, simpatía y discreción, sabiendo que estaba en las fronteras de su mundo y, por lo tanto, podía permitirse alguna que otra cabriola y floritura. «Hacía tiempo que no lo pasaba tan bien», comentaría en un viaje posterior. Málaga, como no podía ser de otra forma, recibió a un Cantinflas con cachaza y desinhibido, que iba a todas partes con su espigado hijo, aquel rubiales que peleó contra Columbia Pictures y al que adoptó en sus primeros años de matrimonio con Valentina Ivanova.

Otro vínculo con la Costa del Sol, el actor David Niven, con el que rodó una de sus principales incursiones en Hollywood: Pepe, de nombre doctrinalmente castizo. La excusa para el viaje estaba clara: recoger el premio, que le distinguía como personaje del año. Sin embargo, Cantinflas aprovechó para darse un garbeo sigiloso y al mismo tiempo de campeonato. Como había hecho, por otra parte, durante su estancia previa en Madrid, en la que se le vio hasta yendo a visitar a Lina Morgan, con la que mantenía por razones obvias y, sobre todo, plásticas un grado de especial simpatía.

En su periplo por la provincia, el actor mexicano conoció Torremolinos y Marbella. Paseó por la costa, atento a la gente que le reconocía y a los británicos que le miraban como se miraba a Chaplin o a Buster Keaton en sus días; siempre esperando un guiño, una morisqueta, o, al menos, un rulo en la palabra de esos que daban ganas de ponerse a bailar hasta a los sillones de la academia. Cantinflas profundamente acantiflado incluso en el modo de subirse al burro, cosa que hizo justo después de la gala con Jordi Pujol y compañía. Mario Moreno, sin duda, tuvo suerte. Con Mas le habría tocado aguantar comparaciones megalómanas entre poco menos que Lluís Llach y Pancho Villa.

Después de dejar Málaga el actor, robustecido por el premio, continuó con su periplo. En este caso hacia el oeste, a Jerez, donde siempre hubo mucho más vinos y morlacos que búfalos. De hecho, acudió para recibir el homenaje de la Asociación de Criadores de Lidia. Al bueno de Cantinflas debió gustarle tanto las alharacas, el sol y los tributos que volvió a Andalucía al año siguiente, apenas un lustro después de que un diputado de su país quisiera quitarle la nacionalidad mexicana por dejarse agasajar sin permiso por el gobierno de Venezuela. El pelado, el hombre de los triples sentidos y de los trabalenguas, también hizo turismo en la Costa del Sol. Para que luego digan que era sólo Antonio Ozores al que no se le entendía en los tiempos de las suecas.