De Viena a Málaga había tanta distancia a principios del siglo pasado como del hombre a la luna en los sesenta. Especialmente, si ese hombre no vestía con joyas ni con traje de astronauta, lo que en la práctica englobaba a casi el conjunto de la sociedad. Sin embargo, en la provincia la muerte del archiduque Francisco José desató una reacción tan airada y familiar que cualquiera hubiera situado en Ronda el corazón del imperio austrohúngaro. Trabajadores, comerciantes, pequeños e incipientes burgueses y terratenientes no tardaron en mostrar con contundencia sus preferencias, en apostar, en definitiva, por un bando u otro. Con todos los recursos de clase que les asistían: los más poderosos escribiendo en la prensa y los modestos discutiendo en foros, círculos y bares. La polarización, a grandes rasgos, estaba clara. Los que apoyaban al bloque imperial, las grandes fortunas principalmente, lo hacían por identificación con el militarismo de Alemania y su influencia cultural. No es una suposición, sino una lectura casi literal de las proclamas que publicaban en la prensa de la provincia. La mayoría de ellas han sido examinadas por la catedrática de la UMA María Dolores Ramos, que alude igualmente al vínculo con los aliados, los llamados aliadófilos, integrados por trabajadores y burguesía. En este caso, la atracción se justificaba en valores liberales; mención a la Revolución Francesa, al cosmopolitismo y, sobre todo, a un progreso que creían que podría extenderse bajo los mismos postulados a España. El pronunciamiento resultó sin ambages. Incluso en lo que respecta a los grandes nombres. Los afines a los imperios contaron con el respaldo explícito de familias malagueñas sobradamente conocidas como los Huelin. También suscribieron los álbumes de apoyo personajes como Burgos Maeso, Ramos Power o Diego Narbona.

Ramos explica que a pesar de los aires progresistas que siempre han acompañado a Málaga, la provincia resultó un sólido bloque de apoyo para los alemanes. La razón no está tanto en la influencia de las colonias de extranjeros, que entonces no eran ni mucho menos tan poderosas como en las décadas de desarrollo del turismo, como por la identificación que ejercía el bando con los terratenientes. Ese reflejo de admiración sedujo mucho en puntos como Antequera, con los Moreno Burgos, los Blázquez o los Checa plegados a la causa de los imperios. El apoyo a los aliados, por su parte, descansó fundamentalmente en sus nombres propios en profesionales liberales. Escritores, periodistas como Antonio Ventura, políticos de la talla del republicano Pedro Gómez Chaix, que fue hijo y abuelo de alcalde y dirigió el periódico El Popular. Todos sin ningún temor a expresar sus debilidades. A excepción de los Larios, que, a pesar de que muchos los señalaban como germanófilos, tuvieron la habilidad de no pronunciarse.

La lucha ideológica intimidó incluso a pesos pesados de la política como el socialista Pablo Iglesias, que vaciló una y decenas de veces antes de confesar que su «corazoncito» estaba con los aliados. En el PSOE, relata María Dolores Ramos, existía una división interna respecto a la guerra. Había partidarios de los aliados, por supuesto, pero también una base social bastante amplia que consideraba el conflicto como una pelea burguesa entre familias hegemónicas y abogaba por una neutralidad más férrea. Durante cuatro años, mientras se desangraba la economía, en todas las calles de Málaga se hablaba de bombas que caían en países remotos. Había carestía, contrabando, propaganda, picaresca. Todas las prácticas habituales de una sociedad quebrada. Aunque fuera desde lejanos imperios.