El fallecimiento de Carlos II ocurrió el 1 de noviembre de 1700, con él murió el último monarca de la dinastía de los Austrias, iniciada con Felipe I, denominado el Hermoso, esposo de Juana I, ambos padres de Carlos I. Carlos II murió sin descendencia, lo que propició uno de los momentos más notables de nuestra historia, inaugurándose la dinastía de los Borbones. Ya en los momentos previos a su muerte, la sucesión a la corona española se vio claramente como un trofeo para las distintas potencias europeas. Luis XIV de Francia y el emperador Leopoldo I de Austria estaban casados con princesas españolas, hijas de Felipe IV; por esta causa, ambos manifestaban tener derechos a la sucesión. Aunque Carlos II, en su testamento, había cedido la corona a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV, este hecho no impidió una guerra que duraría 14 años, la denominada Guerra de Sucesión. Por un lado, austriacos, británicos, holandeses, portugueses y catalanes, apoyaron al archiduque Carlos de Austria, y de otro, Luis XIV de Francia lo hacía con su nieto.

Un cambio de rumbo

Sin embargo, un hecho cambió por completo el rumbo del conflicto: la muerte del emperador José I, hermano del archiduque Carlos, el cual pasó a heredar la corona imperial. A las potencias que habían intervenido en la guerra para evitar que España y Francia se convirtiesen en una gran coalición, tampoco les interesaba que se uniesen las coronas austriacas y españolas -como antes había ocurrido con el emperador Carlos I de España, y V de Alemania-, pues de un modo u otro, el equilibrio europeo se vería roto. Comenzaron las negociaciones, y los aliados se conformaron con que los Borbones renunciasen a la unión de las coronas de Francia y España en una sola persona, y con que se le pagasen sus gastos de guerra con concesiones territoriales y privilegios comerciales. Así, se firmaron los tratados de Utrech (1713) y Rastatt (1714), por el que Felipe V, nuestro primer rey Borbón, cedió a Inglaterra Gibraltar y Menorca, esta última recuperada en 1763. No obstante, los diputados catalanes continuaron obcecados en la lucha, convencidos de obrar heroicamente. Cerca de un año resistió Barcelona a las tropas de Felipe V, a las que se sumaron posteriormente las de Luis XIV. El 11 de septiembre de 1714 capitularon los sitiados, y en julio del año siguiente lo hicieron Mallorca e Ibiza, con lo que se dio fin a la contienda también en territorio español.

Una batalla naval en Málaga, 1704

En aquellos momentos, en plena guerra, hubo una importante batalla en la costa malagueña; la plaza de Gibraltar estaba protegida sólo por 80 soldados; aunque, en caso de ataque, se podían aumentar a 500 con la ayuda de la población civil.

Estas tropas y apenas un centenar de cañones se enfrentaron el 4 de agosto de 1704 a unos 60 buques enemigos con 20.000 hombres y más de 3.000 piezas de artillerías. El desenlace es imaginable y de todos conocidos.

En el Cabildo malagueño, el 11 de julio, días antes de perderse Gibraltar, se leyó una carta del gobernador de La Roca, Diego Salinas, en la que informaba sobre la presencia, cerca de Tarifa, de unas noventa velas hostiles e insiste en el peligro existente debido a la falta de medios militares. Por ello, pide al conde de Peñarrubia, gobernador de Málaga, traslade esta difícil situación a la armada francesa que se dirigía a la zona.

Preocupación

Se tomaron una serie de medidas en agosto, especialmente cuando ya se conocía el fin de Gibraltar, y se divisó la armada angloholandesa a la altura de Marbella el día 13. Ante este peligro evidente, comenzaron a formarse las tropas. El enemigo había intentado instalar soldados a dos leguas del partido de Torremolinos, pero las autoridades locales había llamado a las milicias de Antequera y otras villas, formando una agrupación de 7.000 soldados.

El 15 de agosto la armada francesa había llegado a Málaga por la zona de Levante, al mando del conde de Tolosa, hijo natural de Luis XIV, la cual tenía orden de echar a los ingleses del Mediterráneo y recobrar Gibraltar, constaba de 51 buques de líneas, 6 fragatas, 8 naves incendiarias y 12 galeras, a las que ayudaban algunas españolas.

Las fuerzas angloholandesas

En relación con el número de tropas angloholandesas, al mando del almirante Rooke, hay diversas versiones diferentes: unos hablan de 108 navíos. En una carta, escrita por el capitán de uno de los buques que integraban la flota inglesa, afirma que la escuadra de Rooke, en el momento del combate, era de 53 buques de líneas, sin especificar las embarcaciones menores. Finalmente, en un grabado alemán existente en el Archivo Municipal, menciona la flota aliada en «apenas?60 veleros».

Una cruenta batalla frente a Vélez

Frente a Vélez-Málaga se enfrentaron ambas armadas, el 24 de agosto de 1704, desde las diez de la mañana hasta las siete de la noche, es decir, nueve horas, cesando la batalla con la llegada de la oscuridad. Ésta no fue muy decisiva, aunque el número de bajas fue muy numeroso por ambas partes, alcanzando en el caso de Francia a 1.500 y casi el doble entre las tropas angloholandesas. El almirante francés se atribuyó la victoria, aunque sus barcos quedaron malparados.

La mencionada escuadra angloholandesa puso rumbo a Gibraltar, donde estuvieron reparando sus averías. Desde allí, parte de la flota se dirigió a Lisboa, y el grueso de la misma, con algunas naves en muy mal estado, continuó hacia Spithead en Gran Bretaña.

Celebración con la Virgen de la Victoria

Mientras, los franceses, días más tarde llegaron al puerto de Málaga con siete galeras al mando de Vicente de Argotte. El domingo 7 de septiembre llegó el grueso de la armada con el conde de Tolosa. El Cabildo municipal los agasajó con fiestas y corridas de toros, participando éste, incluso, en la procesión de la Virgen de la victoria el día 8. Después, los franceses volvieron a sus barcos, dando fin a lo que algunos historiadores han calificado como la batalla naval más importante de la Guerra de Sucesión.

Pero, según varios autores, entre ellos Francisco Cabrera Pablos, que ha estudiado profundamente este tema, el resultado de la batalla es indeciso. Es evidente la dureza del combate, pero sorprende el que ninguna de las dos potencias buscasen un final determinante.