«Ya sé que algunas personas (...) llegarán a dudar de los hechos. No me extraña (...) muchas veces me he preguntado resistiéndome a creer si es posible que existan personas con peores instintos que las fieras». Son palabras del malagueño José Bravo Alarcón, nacido en Málaga en 1913 y fallecido a finales de los 80 en nuestra ciudad, y que han sido rescatadas del olvido gracias al investigador Antonio González Villena, que ha transcrito las cuartillas escritas a mano por José, aportadas por su la familia de José

Las memorias de este malagueño, tituladas Yo estuve allí, parecen esas películas bélicas en las que al protagonista le ocurren todos los lances posibles. Pero estamos hablamos de una vida real. En tan solo 10 años, de 1936 a 1945, José Bravo Alarcón combatió en la Guerra Civil en el bando republicano, fue testigo de la huida por la Carretera de Almería, peleó en Madrid, dejó España por la frontera francesa, fue recluido en el terrible campo de refugiados de Argeles sur Mer, terminó en el campo de concentración Mathausen y en varios campos de trabajo nazis -en total 50 meses- y después de ser liberado por los americanos , se unió a la resistencia francesa para ayudar a liberar el resto de Francia.

Un héroe desconocido que pasó por todas las penurias posibles, fue testigo de asesinatos a sangre fría y de las matanzas en los hornos crematorios y que sin embargo, en sus memorias no destila odio. Como ejemplo, esto dice de los SS de los campos nazis: «Dentro de ese cuerpo tan criminal había algunas personas de corazón, lástima que al terminar la guerra hayan pagado todos iguales».

Antonio González Villena confiesa al emoción al ir descifrando la apretada letra de José Bravo Alarcón e ir conociendo su terrible vida, de la que se repuso y pudo regresar a Málaga.

«Más que nada le dí las hojas para que la memoria de mi padre no se pierda», cuenta Paco Bravo, hijo de José. Su padre había nacido en 1913 en Málaga. Vívia en la trinitaria calle Yedra, era hijo de un guardacalles que trabajaba en el Garaje inglés que muere cuando él era un niño, así que José, con solo 10 años, tiene que dejar las Escuelas del Ave María y ponerse a trabajar en varios sitios: en una taberna familiar, la fábrica de madera de Luis Barceló o el tejar de Martíngalo del Arroyo del Cuarto.

Hace la mili en Córdoba y lo liencian en marzo del 36. Estallada la sublevación militar, se compra una pistola «de cinco tiros por veinte pesetas» y solo la usa una vez: la exhibe para salvar en la calle Císter a un sacerdote de ser linchado por 12 jóvenes. Luego la tiró porque «yo sólo no podía imponer el orden».

De nuevo, debe incorporarse a filas, al ejército republicano. En febrero del 37 es testigo de la desbandá, la huida de miles de malagueños por la Carretera de Almería: «Vimos llegar un hormiguero de gentes, muchas familias evacuaban la capital», mientras describe los cañonazos enemigos, que «hacían fuego a la carretera».

El del malagueño es un juego continuo con la muerte. Un día, en la Sierra de Madrid, cuenta que leía rescostado un periódico en la trinchera cuando escucha dos silbidos y el tercer silbido, una bala que «atravesó el periódico y se clavó a cinco centímetros de mi cabeza».

En otra ocasión, ejerciendo como conductor militar, quedó con el coche colgando de un barranco, al salirse de la carretera para evitar chocar con un camión ruso. En enero del 39 es enviado a Valencia y ahí comenzará un repliegue continuo que le llevará hasta la frontera francesa. El investigador Antonio González resalta que José Bravo «podía haberse quitado de en medio con su familia porque él ya estaba licenciado, podía haber hecho como otros oficiales y soldados que se vistieron de paisano pero él siguió hasta la frontera con su uniforme y su escopeta. Es admirable».

En Francia es recluido en un par de campos para refugiados como Argeles sur Mer o Barcaré que poco tienen que envidiar a un campo de concentración: alambradas, vigilantes con ametralladoras de bebida, agua del mar. José Bravo decide no volver a España y formar parte de unos batallones de trabajo, en los que en principio debe estar dos años antes de trabajar por libre. Estando en uno de estos batallones, trabajando en durísimas condiciones, estalla la II Guerra Mundial.

Detenido por los alemanes, en 1940 es enviado a Austria, al campo de concentración de Mathausen. De esa terrible experiencia habló en más de una ocasión con sus hijos, como explica Paco Bravo: «Nos contaba de todo, desde ver esconderse a un hijo para que el padre no le viera comerse un pedacillo de pan hasta subirse a un montón de huesos humanos para coger un poquito de comida, o el gorila que entraba en los barracones con dos perros y guantes de boxeo a pegar palizas».

José Bravo, como el resto de españoles, lucía como distintivo del campo un triángo azul en el pecho con una S y un número debajo.

Las comidas del día, para unos prisioneros que hacían trabajos forzados con temperaturas extremas era «por la mañana un cuartito de agua teñida; al mediodía una gamela próxima al litro de nabos cocidos y un pan para tres o cuatro; por la noche, una rebantada de butifarra cocida que no tenía ni 20 gramos».

Y no se podía enfermar nadie porque, en ese caso, «ya sabía lo que me esperaba, una inyección de gasolina al corazón, y al crematorio (...) pues allí no querían más gente que trabajando o muertos».

Milagrosamente, logró salvar en Mathausen una foto de su mujer, Antonia Fernández Rosado, con la que se había casado en plena Guerra Civil, y su hijo recién nacido. La guardaba en un medallón, «y siempre que nos desnudaban me metía la foto en la boca», aunque finalmente la perdió en otro campo, casi al final de la guerra. Porque en 50 meses, José Bravo pasó por varios campos de concentración, llegando a pesar unos 40 kilos, «incluso menos», apunta. En cierta ocasión, agotado, con zapatos de madera y nieve hasta la cintura, se dejó caer por una ladera («decidí entregarme a la muerte», confiesa) pero el SS que vigilaba mandó que lo recogieran en lugar de acabar con él.

Vio José a muchos judíos acabar sus días en los campos y también salvó la vida algunos. Por las noches en los barracones, si algún compañero moría, había que tirarlo al suelo, «so pena de recibir una paliza porque los alemanes no querían muertos en las camas».

Trabajó en fábricas alemanas de piezas de aviación y automóvil, tratando de averiar las que podía y por fin, «el día cinco del mes cinco a las cinco de la tarde de 1945» a las puertas del campo de concentración -posiblemente el de Esterwegen o Bergen Belsen, apunta Antonio González- aparecieron dos soldados americanos negros. Eran libres y para celebrarlo, los españoles supervivientes ondearon una bandera republicana («No llegué a comprender de dónde pudo haber salido, ya que los SS registraban las barracas a fondo»).

Las emocionantes memorias acaban casi en este punto, con los recién liberados prisioneros españoles, incluido José Bravo Alarcón, organizándose militarmente para presentar batalla contra los SS que todavía quedaban. Por un dato que aporta, parece que estas memorias están escritas hacia 1975. Pero su hijo Paco Bravo aporta una novedad: tiene más papeles manuscritos de su padre en los que habla de que se ha unido a la resistencia francesa para terminar de liberar el país galo de los nazis.

Las impresionantes memorias de este heroico malagueño han visto la luz gracias a un libro de corta tirada que ha sido autoeditado por Antonio González. Tanto al investigador malagueño como a Paco Bravo les gustaría que alguna administración o entidad de Málaga diera a conocer el testimonio de José Bravo Alarcón, que murió en Málaga a finales de los 80 tras una vida muy dura. La más dura que se puede imaginar. En las más terribles condiciones, rodeado de maldad, supo también dar testimonio de la bondad de las personas y superó con el trabajo y el afecto de la familia una experiencia como la que le tocó vivir.