­Humo, trozos de carne humana, cadáveres en el techo de la estación. Fueron tres minutos, justo a la misma hora en la que el sol calibra sus intenciones sobre la playa de la Araña. Madrid, Atocha, entre la confusión y la polvareda, se desangraba. Una sucesión de explosiones había reventado los convoyes de hasta tres puntos distintos de la red de cercanías. Pocos después miles de malagueños se apretujaban frente a los televisores. La mayoría, rígidos y desencajados, con los teléfonos en la mano, en una espera que excedía incluso en su crueldad patibularia al secuestro de Miguel Ángel Blanco o el 11S.

Nadie, ni siquiera los representantes públicos, sabía muy bien lo que estaba pasando, pero mientras la voz de los locutores se desgañitaba y los helicópteros sobrevolaban las vías, todos eran conscientes de que aquello no tenía nada que ver con una simple desgracia. En Málaga, en la Subdelegación del Gobierno, las autoridades se encerraban mientras iban llegando noticias de la masacre. Casi siempre al oído de Carlos Rubio, que entonces era el subdelegado, y que desde el primer y siniestro petardazo estaba en contacto permanente con la Policía Nacional. «Me había llamado el comisario provincial para decirme totalmente consternado que mirara lo que había hecho ETA», indica.

La atrocidad de los atentados, que sumaron finalmente 191 muertos y más de 1.800 heridos, no tardó en descender sobre Málaga, que en esos momentos se movía entre los banderines y los discursos de la campaña. La comunicación con Madrid, oficial y privada, se aceleró estrepitosamente, líneas buscando a gente y decisiones políticas que fluían de manera instantánea. La primera, suspender todos los actos. Paulino Plata, que se presentaba como cabeza de lista del PSOE, recuerda la incredulidad frente al trasiego de datos. «Era algo doloroso e incomprensible. Desde ese mismo momento las elecciones pasaron súbitamente a un segundo plano», resalta.

El candidato del PA, Ildefonso Dell´Olmo, que preparaba la que sería su última convocatoria autonómica, dibuja el contraste envilecido entre la víspera, con su partido celebrando un mitin en el Palacio de Congresos, y los espesos minutos que sucedieron a la masacre. La conmoción estaba hasta en el aire. Y fue avanzando por los pasillos a una velocidad que enuncia por sí misma la trascendencia del golpe. De Subdelegación, donde hubo intercambio de informaciones, se pasó al Ayuntamiento, que celebró un pleno extraordinario. Al mediodía unas mil personas se concentraron frente al Consistorio. Todavía bajo la sospecha de la implicación de ETA, que aún no había sido cuestionada por la falta de credibilidad de la banda y de las pistas que posteriormente condujeron al terrorismo islámico. «Me acuerdo que hablé con miembros de todos los grupos políticos y nadie dudaba en ese momento que fueran otros», apunta Rubio.

José Antonio Castro, al frente ya de IU en la provincia, sostiene que su partido optó en primera instancia por no alimentar polémicas y ubicarse sin ambigüedad del lado de las víctimas. Sin embargo, reconoce que a título personal el hilo que se iba desovillando poco a poco en las televisiones y las radios le hacía abrigar dudas sobre la autoría de los atentados. En ese momento, anterior a la aparición de la furgoneta con los detonadores y los versos de El Corán, la izquierda abertzale ya había tratado de desvincular a ETA en manifestaciones en las que muchos vieron un intento indecente de desviar la atención y el foco de las investigaciones. No obstante, estaba la forma de operar. Sin avisos. Ni reivindicaciones. «Aquello era todo muy extraño, aunque en lo único que pensábamos era en el dolor y en lo incomprensible de la matanza», precisa Paulino Plata.

Diez años después de las explosiones cuesta creer la velocidad que adquirieron los acontecimientos. Nunca se sabrá cuántas horas tuvo en realidad el tránsito del 11 al 12 de marzo de 2004. Mientras miles de personas se echaban a las calles en Madrid para intentar socorrer a las víctimas, en Málaga comenzaban a fijarse las primeras concentraciones. Fue el preludio del famoso parón de las doce de la mañana, con multitudes en silencio en la Universidad, en la Diputación, en los centros de trabajo. «En ningún momento temimos por la seguridad porque lo que había era un sentimiento común de indignación generalizada», señala Carlos Rubio.

Con los protocolos policiales puestos en marcha de manera automática, Málaga se introducía en el duelo y la conmoción del 11M. Especialmente, a partir de las 7 de la tarde del 12 de marzo, cuando alrededor de 400.000 personas salieron de sus casas para unirse a la manifestación. Dell´Olmo no recuerda una movilización tan populosa, superior, incluso, a las históricas del 23F y el 4 de diciembre. Esta vez con un lema troncal, «Con las víctimas, con la Constitución y por la derrota del terrorismo». Una hora y media más tarde, y con las televisiones reproduciendo a pulmón las calles de Madrid y su enjambre de paraguas, los manifestantes seguían ocupando el recorrido hasta la rotonda de las Tres Gracias. Incluso, hubo un espontáneo que saltó entre aplausos para envolver en una bandera con un crespón negro a una de las estatuas que acompañan al Marqués de Larios. «Recuerdo que los sindicatos colaboraron mucho para que todo saliera correctamente», precisa Rubio.

En aquella movilización, decenas de malagueños se inclinaron para dejar velas y mensajes en el suelo de la plaza de la Constitución. Al día siguiente, víspera electoral, todavía seguían ahí cuando alrededor de 400 personas se congregaron al estilo de Madrid para exigir al Gobierno más decoro y puntualidad en sus informaciones, que seguían manteniendo a ETA en el epicentro de las investigaciones. «Pasamos muy rápido del dolor a la indignación porque el discurso del Gobierno no se correspondía con lo que estaba pasando», sopesa Castro. El coordinador de IU tuvo constancia de la matanza por las llamadas insistentes de los periodistas a la sede del partido en busca de reacciones, antes de que lo que se intuía como un desastre adquiriera la confirmación siniestra de las imágenes. En Madrid habían caído también las torres.

La huella del 11M se extendió a las elecciones. Ildefonso Dell´Olmo cree que la gestión gubernamental de la crisis supuso un cambio de dirección en la intención de voto. En cualquier caso, nunca hubo una jornada electoral tan contusa y enrarecida como la de aquel 14 de marzo. «La gente votó en estado de shock», señala Carlos Rubio.

El que fuera subdelegado del Gobierno describe un ambiente atípico y extraño, muy alejado del clima distendido y casi de fiesta que suele gobernar en las citas electorales. «El ánimo era otro, pesaba más», subraya. Habían transcurrido apenas tres días, dos desde que casi 12 millones de españoles se echaran condolidos a la calle.

José Antonio Castro evoca de esas horas el descontento progresivo hacia el Gobierno de muchos sectores. En la propia manifestación unitaria, señala, hubo gente que increpó a los miembros del PP por las declaraciones sistemáticas de los ministros Zaplana y Acebes. Nervios, excitación, convalecencia. Una ciudad transmutada en una extensión de la capital de España con decenas de ramificaciones. Las movilizaciones de repulsa tuvieron eco también en puntos como Marbella y Antequera, con miles de personas con el rostro fruncido por las muertes.

Entre los fallecidos estaba también Victoria, una joven de 30 años a punto de casarse, y procedente de Cuevas Bajas. Su madre vio la noticia en televisión y corrió al teléfono, que nunca volvería a descolgarse. El trauma en el pueblo fue tan pronunciado que el Ayuntamiento fletó incluso autobuses para que los vecinos pudieran desplazarse a los funerales.

En la galería sombría de las 72 horas, fotos como la del aeropuerto de Málaga, con trabajadores y turistas detenidos para mostrar su respeto y estupefacción por los asesinatos. Estudiantes que viajaban a la Complutense, trabajadores, vecinos de pueblos como Alcobendas. La agitación de un jueves por la mañana en una gran ciudad despedazada con una decena de mochilas cargadas de explosivos. «No hubo más remedio que seguir con las elecciones; hubiera sido un error permitir que la barbarie alterara el funcionamiento democrático», precisa Paulino Plata. La historia mutando salvajemente en apenas 72 horas en España.