»Con 7 años empecé a luchar con la guerra porque dijeron que iban a entrar los nacionales con los moros y que venían matando a todo el mundo. Salimos corriendo nosotros también». Antonio Villamuela, trinitario de 84 años, revive la matanza de la Carretera de Almería como si fuera ayer y extiende la mano surcada de arrugas para cogerse al abrigo de su padre, como hizo hace 77 años, en febrero de 1937. Es uno de los pocos malagueños que todavía puede revivir este tiro al blanco contra miles de civiles.

«Parte de mi familia, entre ellas mi madre, pudo irse en una furgoneta y llegaron hasta Valencia. Nos quedamos mi padre, Francisco, con mi abuelo y mi hermano chico». Así que marcharon andando, se unieron a la riada de malagueños que escapaba de Málaga por la Carretera de Almería. «Yo sufrí ahí lo mío. Mi abuelo no podía andar así que se quedó en una posada del Palo». Quedaron en la carretera, rodeados por el gentío y un mar de bultos, Francisco y sus dos hijos. «Mi hermano pequeño iba sobre los hombres de mi padre», rememora Antonio.

Fue cerca de Vélez cuando contra la muchedumbre comenzaron a atacar los aviones.

«Vi gente morir a puñados y en la misma carretera, una mujer muerta, boca arriba, con dos niños también muertos. Me acordaré siempre porque uno de ellos tenía una venda en la cabeza».

Cada vez que aparecían aviones, Antonio y su padre, con el hermano en los hombros, corrían a esconderse en los cañaverales, las plantaciones de caña dulce que fueron toda la comida durante la desbandá. «Yo tenía los dientes más blancos de comer nada más que caña dulce».

Pero el asedio de los nacionales no paró y aunque por la noche se retiraba la aviación, «los que trabajaban eran los barcos, cruceros como el Canarias o el Cervera. Tiraban con la ayuda de los focos contra la carretera, iban buscando sobre todo los coches pero se llevaban a todo el mundo por delante, bombardeando hasta no poder más».

Y no se le borra a Antonio la sensación de tirarse a la cuneta mientras los proyectiles pasaban sobre sus cabezas «y la tierra se movía». En una ocasión, pudo ver una casa saltar en pedazos por la puntería de uno de estos cruceros.

Pasada Nerja, la caña de azúcar empezó a escasear, así que su padre decidió ir por el monte. Tuvo suerte, llegaron a una casa donde estaban haciendo una matanza. «Les dimos lástima y nos dieron unos chorizos que mi hermano y yo nos comimos recién hechos».

El siguiente encuentro fue con unos soldados italianos. «Uno de ellos me llamó y me dio un cartucho con un puñaíllo de pasas y almendras». Francisco su padre se acercó alarmado pero al final volvieron a Málaga con los soldados.

«Mi padre no participó en la guerra, él estaba con su puesto de carnicero en el mercado central. Sólo cuando entró Franco lo mandaron de policía militar a Granada», cuenta. En Valencia quedó la madre de Antonio Villamuela hasta el final de la guerra. En ese tiempo, «una tía se hizo cargo de mi hermano chico y yo me quedé solo con mi abuelo». Vivían en el trinitario Pasaje de Torres. Por las noches debían levantarse con mucho sigilo e ir quemando documentos comprometidos de un tío, militar republicano. «Estábamos asustados perdidos. Yo me ponía a mirar por el balcón cuando sentía un coche, porque entonces no podíamos echar humo».

Y a la hora de irse a dormir, abuelo y nieto prendían papeles, retiraban el colchón «y nos dedicábamos a quemar chinches y piojos». Sin nada de comer durante el día, el abuelo iba a un bar del Llano de Doña Trinidad y compraba muy barato, «las gallinas que traía gente del campo y que llegaban asfixiadas», para pelarlas, trocearlas y venderlas a precio muy bajo.

La guerra provocó que Antonio tuviera una infancia marcada por el sufrimiento, aunque todavía recuerda las pocas clases que recibió en la Trinidad de dos maestros, «don Antonio Cagatinta y don Miguel Rompehuesos». Al comparar su niñez con la de sus nietos no puede evitar que surja tanto en él, como en María, su mujer, una sonrisa. La guerra y la huida por la Carretera de Almería marcaron al niño que fue para toda la vida.