Una palmera peluda, bajo los trazos del sol, cerca del agua. La imagen se ha convertido en el distintivo señorial de cualquier folleto de vacaciones. Hasta el punto de que resulta casi prohibitivo pensar en este tipo de plantas con el mono del trabajo y, sobre todo, en un periodo anterior a la existencia de las agencias de viaje. Sin embargo, en Málaga, la copa de las palmeras baila contra el viento desde muchas décadas antes del grito de las suecas y la desinhibición de los bañadores. Aunque los testimonios, después del paso del picudo, sean cada vez más verbales y menos evidentes.

El escritor José Antonio del Cañizo, que dirigió el jardín botánico de La Concepción y cuenta en su bibliografía con uno de los manuales más voluminosos dedicados a la planta, advierte de la riqueza del patrimonio de Málaga, que presenta una gran variedad de especies de palmeras, algunas de ellas, como la washingtonas, resistentes incluso a la larva del escarabajo. La capital, sin llegar al recuento exorbitante de Elche, presume de una diversidad que llega a extremos casi monumentales. Especialmente, si se cuenta el rancio abolengo de muchos de sus ejemplares. En el Parque, lo que añade escrúpulos a la reciente poda, perviven troncos centenarios. Y en la propia Concepción palmeras plantadas hace 250 años. El dato invita a pensar en regencias floridas y modas burguesas del periodo victoriano, pero la realidad en este caso se personifica. Al menos, en sus primeros compases. Del Cañizo alude al peso que tuvo en la implantación de la planta la familia Heredia, ligada al jardín botánico y con una flota comercial tan espesa como para introducir en el sur del Mediterráneo algunas costumbres americanas.

No obstante, la distancia con el turismo siempre es relativa. Si bien en el caso de Málaga la cultura del placer y la revolución de la Costa del Sol no está detrás del origen, sí resulta fundamental en su evolución. En ese sentido, los sesenta resultaron bastante pródigos. Y las décadas de los noventa y de principios de milenio, demoledoras. Fue en esta etapa, con el picudo ya zumbando como amenaza, cuando las plantas se multiplicaron. Casi siempre para decorar ese tipo de urbanizaciones y hasta de barrios que salían en la época del boom de los planes municipales y de la nada. En algunas ocasiones, se trajeron palmeras baratas, lo que elevó el riesgo contaminante.

El catedrático Ángel Quesada, pese a estar especializado en entomología, defiende la valía de estas plantas con verdadero vigor de botánico. «Es normal que fueran tan demandadas, porque son vistosas, de tronco grande y se adaptan a la sequía» precisa.

La buena prensa de las palmeras lleva incluso hasta la amenaza. Sobre todo, en lo que se refiere a la palmera canaria, cuyo poder de seducción sobre el picudo es explicada por Del Cañizo con una metáfora culinaria: «En sus regiones de origen la plaga atacaba a las datileras; pero al llegar aquí se encontró con las canarias e hizo como nosotros cuando vemos en una mesa unas lonchas de jamón de Jabugo y otras de un chorizo corrientito», señala.

La atracción del escarabajo por este tipo de palmeras es tan alta que hasta ha incitado a colonias enteras a abandonar la errancia y convertirse en sedentarias. En un único ejemplar pueden anidar miles de insectos en apenas unas semanas. ¿Es una batalla desigual, un sumidero de dinero en tiempos de crisis? ¿Habría que cambiar radicalmente el paisaje urbano? Quesada, que ejerce como catedrático en la Universidad de Córdoba, no descarta la fórmula intermedia. O dicho, de otro modo, dar prioridad a la actuación en las palmeras más señeras e importantes. Aunque para eso se requiere un análisis más exhaustivo. Miguel Alonso Zarazaga, experto del Museo Nacional de Ciencias Naturales, insta a los ayuntamientos a redactar ordenanzas y supervisar el censo de ejemplares. La guerra contra el picudo todavía tiene pendientes muchas batallas.