Ya vimos en la Primera Guerra Mundial y en posteriores conflictos, incluidos los que estallaron en los Balcanes, qué terribles consecuencias trae siempre el nacionalismo. Y cómo puede éste llegar a inficionar incluso en algún momento a los mejores espíritus como ocurrió en su día con el joven Thomas Mann.

Volvemos a verlo ahora también aunque bajo nuevas formas en la disputa entre Moscú y Kiev tras los desbordamientos populares en la capital de Ucrania y la posterior anexión rusa de Crimea.

Se trata de nacionalismos de la peor especie, que contribuyen a hacer aflorar los más bajos instintos y sólo favorecen a los demagogos y otros habituados a pescar en río revuelto.

Se recurre entonces a mitos fundacionales, muchas veces inventados a posteriori. Se tergiversa y manipula, según conviene, el propio pasado. Se reescribe la historia con ayuda de intelectuales tan dóciles como sobornables.

Se glorifica la propia lengua en detrimento de otras con las que ésa había convivido pacíficamente y a las que se ningunea cuando no se la trata incluso de prohibir por decreto.

La intolerancia se apodera de unos y otros. Los medios tergiversan también y manipulan, y no sólo en titulares o comentarios sino hasta en los simples pies de foto.

El discurso se torna totalitario. No sirven ya los matices. Sólo se acierta a oír en todo momento a los más apasionados y vociferantes. Y se acalla a quienes apelan a la razón.

La mínima crítica se convierte en disidencia. Se atribuyen las más aviesas intenciones a quienes no piensan como uno. Se los tacha de comprados, de antipatriotas o traidores, de enemigos del pueblo.

Crece la desconfianza entre todos, incluso en el seno de familias que habían estado hasta ese momento unidas.

Los amigos prefieren, en el mejor de los casos, no abordar los temas más polémicos o simplemente evitan reunirse y dejan de llamarse para evitar inútiles discusiones.

La propaganda y la credulidad sustituyen en todo momento a la razón. Y cada vez resulta más difícil, y requiere más valor personal, expresar públicamente las propias opiniones si son minoritarias.

Asistimos atónitos en su día a los odios desatados en la antigua y multiétnica Yugoslavia, odios todavía no curados. Y ahora a las tensiones entre Rusia y Ucrania, que amenazan con reproducirse en otras regiones de la antigua URSS.

Pero no hay que mirar tan lejos para darse cuenta de que nadie está vacunado contra ese virus.

Como escribió en cierta ocasión el austriaco Karl Kraus: «El nacionalismo es un agua de seltz en la que se disuelve cualquier otro pensamiento».