El Senado es como Palencia, una institución que es la gran desconocida. Pocos saben en qué rincón de Madrid se emplaza ni el aspecto exterior o interior que presenta.

Si usted, ávido lector, conoce el nombre de cinco senadores españoles, sepa que es tan inaudito como nombrar de corrillo a la selección mauritana de fútbol. De hecho, en Málaga abundan aquellos a quienes les suena más Incitatus, el jamelgo nombrado senador por Calígula, que cualquiera de sus señorías actuales. Claro que lo de Incitatus, y mira que han pasado años, fue un golpe de efecto difícil de olvidar.

Pero es que nadie sabe muy bien a qué se dedican los senadores y si realmente son imprescindibles para el devenir de España. Sin duda su tarea es imprescindible, y eso nadie lo duda, para su devenir personal pero quizás por la apatía de la propia institución, los malagueños conocen más de la Ciudad Prohibida que del Senado.

Por este motivo, quizás haya calado en el electorado la idea de que nuestro alcalde, cuando se marchaba a Madrid a ejercer de senador, en realidad iba a desempeñar una tarea etérea y poco productiva, como tirar piedras en el estanque del Retiro o sobre el propio tejado.

Todo el mundo era consciente de que tomaba el AVE, el coche de punto o el avión a Madrid pero a partir de ahí se abría el agujero negro del desconocimiento. Y no es que Francisco de la Torre no haya intentado trabajar por Málaga, es que al común de los mortales le parece mucho más resolutivo cuando trabaja por Málaga, en Málaga.

La impresión general, y quizás sea injusta pero ahí está, es que cuando a un político lo nombran senador, se convierte en uno de los personajes más famosos de H.G. Wells: el hombre invisible. Sin la presión que supone tener a los medios detrás de ti, como ocurre con los concejales, los diputados provinciales e incluso de higos a brevas con los parlamentarios andaluces, ya pueden los senadores acudir a la cámara baja descalzos o disfrazados de Ecos de las Marismas que no se percatarán ni los bedeles.

Puede que todo sea una cuestión de imagen. Por ejemplo, aunque pocos saben qué aspecto tiene el edificio del Senado, seguro que en la fachada faltan dos leones. Si sus señorías acordaran ponerle dos leones fundidos con los cañones de alguna guerra en África y se trasladaran a un lugar más lucido -pongamos la Carrera de San Jerónimo- saldrían por fin de un anonimato que dura más que los relojes de sol.

El caso es que cuando nuestro alcalde comunicó hace unos días que iba a dejar el cargo de senador, para muchos ha sido tan trascendental como si informara de que ya no se le forman grietas en los talones.

Sabia decisión, porque el Senado está minusvalorado, al ciudadano medio le importa un pimiento y considera los desplazamientos a la institución una fruslería. Ahora, con la vista puesta en las municipales, a emular a Proust y recuperar ese tiempo senatorial perdido.