­Dos meses y medio después de su proclamación, y con la celebración del foro España-Estados Unidos como coartada, Felipe VI y Letizia realizaron ayer la primera visita a Málaga desde la ceremonia de relevo de la jefatura de Estado, que se produjo, oficialmente, el pasado 19 de junio. Acompañados en todo momento por un séquito de autoridades tan variado como representativo, con presencia del ministro de Industria, Energía y Turismo, José Manuel Soria y la presidenta de la Junta, Susana Díaz, además del alcalde, Francisco de la Torre, y el presidente de la Diputación, Elías Bendodo, los monarcas aprovecharon la estancia para conocer los fondos del Museo Picasso, que les brindó un recorrido privado por su colección permanente y sus dos exposiciones temporales.

Sin ocasión, por la estrechez del recorrido, para prodigarse en grandes contactos, los reyes cumplieron con el itinerario que separa el fondo de la Clínica Gálvez del Palacio de Buenavista protegidos por el habitual despliegue de seguridad. En los flancos de la calle, y componiendo una fila que se prolongaba hasta la entrada de la Catedral, decenas de personas se apostaron durante cerca de dos horas para ver a Felipe VI, que hizo su aparición, mientras rugían las campanas, poco después de la hora fijada, a las 19.42. Curiosos, lugareños y hasta turistas formaron parte del comité de espera, improvisado y, al mismo tiempo, sometido a la rigidez consabida del protocolo de la Casa Real.

Mucho antes de ser recibidos por el Olga Khokhlova y su mantilla, uno de los grandes cuadros que Picasso dedicó a la que fuera su primera esposa, que no mujer, los monarcas tuvieron la oportunidad de pisar el empedrado del entorno de San Agustín y saludar, casi uno por uno, a la hilera de personas que los esperaba. Incluso, apuntándose a la moda del selfie y dejándose piropear, en algunos casos con sonoras ovaciones, muy de Semana Santa, por los más entusiastas. Una vez dentro de la pinacoteca, los reyes recorrieron los cuadros en compañía, entre otros expertos de la inteligencia local, de José Lebrero, el director del museo. A la salida e interpelado casi a gritos, en ese periodismo de codazos y maximalismos que se impone en estos envites, Felipe VI confesó que el centro le había gustado «mucho». Con la barba ya recuperada, el rey se giró para levantar la mano hasta a los balcones, algunos de ellos, los menos, poblados por jóvenes con banderas nacionales de grandes dimensiones.

En los alrededor de cincuenta minutos que permanecieron en el interior del museo, Felipe VI y Letizia contaron con el acompañamiento de lujo de Bernard Ruiz-Picasso, quien les explicó algunas anécdotas relacionadas con los cuadros. Sobre todo, en la planta baja del edificio, consagrada en buena medida a las obras del pintor inspiradas en la familia. En esa primera parte del recorrido, los monarcas se detuvieron frente al óleo Paulo con gorro blanco, el retrato de 1922 que el artista dedicó a su primogénito, a la vez padre de Bernard.

Los reyes también atendieron diligentemente a la información brindada acerca de Jacqueline sentada, uno de los cuadros más celebrados de la colección del museo, en el que la esposa homónima del malagueño mira enérgica con trazos de vanguardia y en un desfile de color en diálogo con Matisse.

Al final de la visita, y con la agenda apretando, los reyes fueron agasajados con un cóctel en el patio de la pinacoteca. A la salida, más de lo mismo, aunque con un aparatosa coincidencia: la celebración de un entierro multitudinario en la iglesia de San Agustín. Por apenas cinco minutos, los monarcas no coincidieron con los asistentes al sepelio, que tuvieron que conversar con la policía para poder romper el cordón de seguridad.

La presencia de las autoridades, habitualmente duchos en el arte de dejarse ver y fotografiar, se diluyó esta vez, no obstante, en un enjambre de trajes de chaqueta y uniformes de la policía. Una de las últimas en llegar, aunque dentro de los límites de la puntualidad, fue Susana Díaz, que lo hizo algo despistada y tomando como punto de partida para entrar en la zona acotada el flanco equivocado. «Llego por la retaguardia», comentó divertida a los periodistas. En esto del baile de la popularidad, la presidenta de la Junta fue junto al alcalde el único representante público al que los ciudadanos llamaron la atención tras el paso del rey.

Entre la concurrencia, minutos después, todavía coleaba el intercambio de imágenes e, incluso, la asignación de identidades a partir de las fotos tomadas a vuelapluma durante el paseo de los monarcas. «Esa mano al lado de Letizia es la mía». «La que se hizo el selfie se fue por la otra calle», se escuchaba. El primer baño borbónico en Málaga, aunque no masivo, resultó entusiasta. Soria habría llegado al final de la plaza sin interrupción.