Cuando Cánovas abandonó Madrid, el 22 de julio de 1897, en compañía de su esposa Joaquina Osma, para realizar una excursión veraniega y tomar las aguas minerales en el balneario de Santa Águeda, primero se dirige a San Sebastián, donde se aloja la corte, para saludar a su majestad la Reina Regente, María Cristina. Según testimonios de sus biógrafos, Cánovas que se hospedaba en el Hotel Londres, sito en la Avda. de la Libertad, al anochecer, y de regreso ya a dicho establecimiento se sentó en un saloncito próximo a sus habitaciones donde gustaba permanecer en la oscuridad y sumirse en sus pensamientos. De pronto le pareció oír abrirse la puerta con cierta cautela, hecho que le sorprendió, por lo que alzando la voz preguntó ¿quién va? La puerta se cerró con sigilo y Cánovas, perplejo ante el incidente ocurrido, se lo refirió a su esposa que en ese momento no se encontraba en el hotel. Sin duda era Angiolillo, el hombre que días más tarde acabara con la vida del ilustre político en el balneario de Santa Águeda, dando paso a una de las páginas más tristes de la historia contemporánea. Su esposa reconoció a un hombre que días antes de la tragedia había visto entrar, algo azorado, en una librería próxima al hotel donde ella casualmente se encontraba. Sin duda, el criminal Angiolillo había pretendido esconderse en el saloncito donde se encontraba el político y al verse sorprendido por su voz, salió huyendo, refugiándose en la cercana librería. Al parecer, Angiolillo tardó unos días en trasladarse al balneario de Santa Águeda.

Según testimonio del marqués de Lema, que había acompañado al Presidente durante su viaje pero una circunstancia fortuita le impidió encontrarse en Santa Águeda el día del vil asesinato, había visto en los alrededores del balneario a un individuo que aunque su presencia no despertaba sospecha, sí resultaba ser la única persona desconocida en la escasa concurrencia del balneario. Siempre se reprochó haberse trasladado a Madrid el día antes del asesinato, pues además don Fernando Cos- Gayón, ministro de la Gobernación y gran amigo de Cánovas, nada le había dicho sobre las abundantes noticias procedentes de París y Londres sobre intentos fraguados contra la vida de S. M. la Reina Regente, del Presidente y del ministro de Gracia y Justicia.

Durante su estancia en el balneario, la vida de Cánovas fue la habitual en estos lugares. Después de tomar las aguas, trabajaba toda la mañana. Cuando bajaba a comer sobre las dos de la tarde, decía que echaba la llave a sus negocios, regocijándose en una amenísima charla llena de recuerdos siempre interesantes de su vida.

Varios intentos fallidos

Solía Cánovas recibir a cuantos iban a visitarle al balneario, en esa fatídica galería donde un 8 de agosto de 1897 habría de encontrar la muerte. Había habido otros intentos fallidos un par de días antes. En la tarde del 6 de agosto, Cánovas se desplaza en coche a Vergara en compañía de su esposa y de Juan Morlesín, hombre de su confianza y hermano de su secretario particular. Al parecer y , según confesión del propio Angiolillo, aquel día al subir la cuesta de Garagarza, en la que los coches marchaban con cierta dificultad, había pensado disparar sobre el Presidente, pero el temor a herir a sus acompañantes le detuvo. Al día siguiente, 7 de agosto, pensó igualmente en cometer el atentado. Se había situado a la entrada de Mondragón, cerca de la ermita de la Esperanza donde acudió el Presidente en coche. Éste se detuvo un momento en el atrio de la ermita a la espera de su esposa y de Morselín, que se habían desplazado a pie desde Santa Águeda, pero el asesino al ver que se le acercaban varias mujeres para saludarle, tampoco vio el momento propicio para cometer su crimen.

La tragedia ocurrió finalmente el domingo 8 de agosto. Cánovas, después de oír misa, subió a su habitación. Hacía un calor sofocante y pensó mitigarlo en la galería donde decidió irse a leer unos periódicos. A los pocos minutos de acomodarse en dicha estancia se oyeron las detonaciones. Angiolillo, que sin duda estaba al acecho, se percató de la presencia de Cánovas y viéndole sentarse en un banco que había en la galería, comprendió que no se le podía presentar mejor ocasión para perpetrar su horrible crimen. Subió a su habitación, se calzó unas alpargatas para evitar el ruido y cogió la pistola. Como por la hora y el calor, la escalera estaba desierta, pudo acercarse impunemente a la entrada de la galería y tirar a quemarropa sobre el político. Efectuó varios disparos, uno en la cabeza, otro en la yugular, que le produjo gran hemorragia, y un tercero en la espalda. Todos mortales de necesidad. Aún intentó un cuarto disparo, pero el teniente de la guardia civil redujo al criminal. Cánovas que aún alentaba un soplo de vida, fallecía en su lecho donde fue trasladado. Pero, ¿qué impulsó al criminal Angiolillo cometer tal vil asesinato?, ¿tal vez obedeció a su obcecación anarquista?. El asesino al ser detenido dijo que sólo quería vengar a sus hermanos de Montjuich, pero al parecer Cánovas cayó víctima de la explosión de odios y rencores que la guerra separatista de la grande Antilla produjo.

Tras la noticia del crimen, cuya resonancia tanto en España como en el mundo fue extraordinaria, acudieron al balneario el marqués del Pazo de la Merced y don Emilio Castelar. El martes, día 10 de agosto de 1897, tuvo lugar el traslado del cadáver a Madrid. Un impresionante espectáculo en su trágica grandeza. El marqués del Busto, reputado médico, y el célebre orador don Emilio Castelar, acompañaban a una doña Joaquina destrozada por el dolor. Le seguían numerosos carruajes y una escolta de caballería. El viaje a Madrid fue toda una triste y solemne manifestación de duelo. Todos sentían que habían perdido al padre, al guía que podía sacar a España del temeroso laberinto en que se encontraba el problema de Cuba y Filipinas y el conflicto con los Estados Unidos. Fue una trágica jornada de las que no se olvidan. Gentes condolidas comentaban la inmensa pérdida y la situación en la que quedaba España.

Es cierto que Cánovas, al morir, dejaba una triste herencia, pero también es cierto que con él se fue el más grande español contemporáneo y el único que podría haber liquidado el problema cubano, evitando el choque con los Estados Unidos, choque al que nos empujó la abulia y cobardía de los políticos y la ausencia de cultura de nuestro pueblo.

La injusta jornada del 8 de agosto de 1897 sepultaba la existencia de un ilustre político cuyas dotes de capacidad, de cultura, de entereza y de patriotismo fueron extraordinarias. Autores de reconocido prestigio afirmaron que jamás en ningún país ni en ningún período de la historia se había realizado una transformación política tan completa y al mismo tiempo tan respetuosa para todas las personas y creencias, como la que Cánovas del Castillo realizara al restaurar la monarquía legítima, en 1875, con un programa eminentemente liberal y progresista.

A la reina Regente, doña María Cristina, le causó profunda emoción la noticia del horrendo crimen perpetrado en Santa Águeda. Sintió la pérdida del amigo y leal consejero. Una sensible pérdida para España y para la monarquía, a cuyo servicio dedicó toda su vida.

Las academias unieron su voz al concierto general de alabanzas. El Ateneo de Madrid también le dedicó una sesión necrológica, en la que el eminente orador don Alejandro Pidal pronunció uno de los mejores discursos que se hayan oído en aquella docta institución. La cultura universal se unió al intenso sentimiento por la pérdida que para España representaba el nefando asesinato. Dos años más tarde, en 1899, a propuesta de Linares Rivas, fue colocado el nombre inmortal del ilustre político en uno de los medallones que hay en el testero principal del salón de sesiones del Congreso de los diputados.

Fueron muy diversos los géneros que cultivó. Lo mismo la poesía lírica que la historia, la novela, la filosofía, la crítica literaria y artística… Cánovas exhibió con brillantez inusitada la universalidad pasmosa de sus conocimientos y facultades, siendo admirable la versatilidad y flexibilidad de su espíritu, que le permitió en numerosas ocasiones pasar de la responsabilidad y aridez del Consejo de ministros, a las amenas exposiciones o juicios acerca de escuelas, literatos o artistas… Trabajador incansable y poseedor de una férrea salud, no dejó de trabajar un solo día; sólo así es posible dejar, al morir, 87 obras originales escritas.

En cuanto a la vida parlamentaria del ilustre político está constituida por un trajín constante de 43 años. Comienza dirigiéndose, en 1855, desde su escaño del Congreso, al entonces ministro de la Gobernación, don Patricio de la Escosura, y termina con unas palabras, pronunciadas asimismo en el Congreso el 24 de mayo de 1897.

Provocaba cuando tomaba la palabra tal expectación que conseguía, como por arte de magia, calmar las mayores tempestades. A pesar de ser pequeño, flacucho, algo destartalado en su indumentaria y corto de vista, se apoderaba de la atención del auditorio en pocos minutos haciéndole sentir las más variadas y opuestas sensaciones.

Es evidente que en nuestro país ha habido grandes políticos: Olózaga, Ríos Rosas, Maura, Castelar, poseedor del mayor número de brillantes imágenes, pero el más profundo y el de más cuantiosa y robusta doctrina ha sido, sin duda, don Antonio Cánovas del Castillo. Se cuentan 596 intervenciones parlamentarias en los 43 años de actuación, a las que habría que sumar una serie innumerable de discursos pronunciados por el ilustre orador en reuniones políticas celebradas fuera del salón de sesiones de las Cámaras legislativas.

Cánovas ha dejado tan profundas enseñanzas y aparece de tal manera superior a su época que no obstante los 117 años transcurridos desde el momento de su trágica muerte, apenas pasa día sin que con un motivo u otro salga su ilustre nombre en los periódicos, un nombre que imprimió honda huella en la sociedad española contemporánea.

*María Jesús Pérez Ortiz es filóloga, catedrática y escritora