La noche de antes ya erizaba el vello. Un temporal de viento de levante se había mostrado indomable y había provocado estragos en muchos puntos de la ciudad. Estas rachas habían sido capaces de levantar las tapas de los depósitos de agua de una terraza en Martiricos. O de destruir la chimenea de un edificio en Parque del Sur. Los bomberos, al incorporarse al turno de mañana, tuvieron que atender una veintena de llamadas para acudir a servicios por desperfectos. Fue la víspera de la tragedia, de una de las jornadas de trabajo más duras que recuerda Francisco Cañete y Antonio Castillo, que comandaron los equipos de rescate que entraron a un anegado polígono Guadalhorce durante el diluvio.

«El cielo se puso amarillento. De un color como nunca lo había visto antes», recuerda Castillo, ya jubilado pero entonces sargento del cuerpo destinado en las tareas de administración en la oficina. Sin embargo, nada más llegar al Parque de Bomberos preparó su equipo anticipándose a los acontecimientos. Adivinando que todos los recursos humanos iban a ser pocos. Y así fue. Aquel turno duró más de 24 horas.

Los primeros servicios que tuvo que atender esa mañana fueron, precisamente, de daños provocados por el temporal de la noche. Hasta que a mediodía empezó a llover furibundamente. Y a granizar. Parecía de noche. Málaga pronto se convirtió en una ciudad flotante. «La avenida de los Ángeles era un arroyo con agua de banda a banda con coches que la corriente arrastraba hacia el río Guadalmedina», explica. Los deterioros materiales pasaron a un segundísimo plano. Ahora se trataba de salvar vidas y hasta de jugarse la propia para ello. «En ese momento empezamos a sacar a la gente que había perdido el control de sus vehículos y que se dirigían sin remedio al cauce del río. Algunos coches, de hecho, llegaron a caer», señala Castillo. En realidad, fue sólo el principio de una tragedia que los malagueños que la padecieron recuerdan perfectamente 25 años después.

Las nubes seguían descargando con gran violencia, cayeron más de ciento cuarenta litros, todo un récord. También arreciaron los granizos. Málaga quedó sepultada por el agua. «Recibimos el aviso de que había gente en peligro en la Granja de Suárez y allí fuimos. Seguía lloviendo», insiste el sargento Castillo, quien recuerda las reacciones de angustia de la mayoría de las personas que auxiliaban, y la ayuda que les pedían los malagueños cada vez que les veían recorriendo las anegadas calles de la ciudad. Trabajos que tenían que compaginar desatorando canaletas o retirando cornisas a punto de desprenderse.

Castillo y su equipo llegaron a las 18.00 horas al polígono Guadalhorce, después de que la crecida del río hubiera superado sus márgenes. Las naves parecían formar parte de una pequeña Venecia de barro y lodo, una balsa de agua que llegaba a los dos metros y medio. Empezaba a hacer frío, «más aún con la ropa mojada». Situaron el puesto de mando en la zona norte, en lo que entonces era la Skol. Y con una embarcación zodiac recorrieron las calles en busca de personas atrapadas.

En estas tareas de rescate ya participaba desde primera hora otro equipo de bomberos, capitaneado por Francisco Cañete, también ya jubilado pero entonces sargento y jefe de los submarinistas del GRES (Grupo de Rescate Especial Salvamento). Ellos, sin embargo, entraron por la zona de San Julián, al sur. «Por la mañana nos dirigíamos a hacer unas prácticas y al poco tiempo de empezar a llover con fuerza, nos avisaron de que fuéramos a Cártama a rescatar a una familia que estaba atrapada en un Cortijo», indica. Y tras terminar este servicio, «ya no pudimos regresar por el puente de hierro, tuvimos que rodear por Churriana para cruzar el río por una zona donde aún no se había desbordado. Por poco», añade Cañete.

Las corrientes de agua eran muy peligrosas todavía. Tanto, que a punto estuvieron de volcar la zodiac donde embarcaron para empezar a trabajar. «Ni con el motor a tope éramos capaces de remontar. La barca empezó a dar vueltas y temimos terminar en el mar. Menos mal que conseguimos engancharnos en un quitamiedos de la carretera de la Azucarera. Pasamos miedo», asegura Cañete. Sin embargo, la vocación por ayudar a quien más lo necesita hace superar esta sensación. Es algo que les cuesta explicar hasta a los propios bomberos. «No sé si será porque disponemos de más medios que quienes piden nuestro auxilio, o si uno por su profesión se ha visto en muchas situaciones de riesgo, pero a la hora de la verdad no se piensa en la propia integridad física», afirma.

Castillo señala también que a lo largo de su carrera profesional ha vivido situaciones aún más difíciles y de riesgo. Bombonas de gas que estallan a dos metros de donde te encuentras, como en el fuego del antiguo Hiper, o cubiertas enteras que se desploman durante la extinción de un incendio, como ocurrió en la capilla de Exaltación, en San Juan.

Ambos equipos terminaron coordinándose cuando el nivel del agua comenzó a bajar. La noche fue muy larga recorriendo las calles que entonces aún parecían ríos. Primero en barcas y luego en grandes camiones forestales, con enormes neumáticos y tubos de escape lejos del alcance del agua y sus efectos. También con máquinas excavadoras, donde recogían a las víctimas de la riada en su pala, como si fueran fardos.

«Fuimos nave a nave buscando a personas, fijándonos si veíamos luz de linternas o velas, porque la lluvia provocó un lógico apagón. Rescatamos a muchos pero otros prefirieron quedarse en sus empresas», explica Antonio Castillo.

Cañete recuerda que los días posteriores también fueron de mucho trabajo, buscando a personas por el valle del Guadalhorce y que, por desgracia, no aparecieron. La fatalidad quiso cebarse con Málaga aquella jornada de noviembre. El 14 de noviembre de 1989. Aunque para estos bomberos el turno terminó a las siete de la mañana del día 15, tras una noche intensa, el lógico desconcierto, coñac para unos, bocadillos para otros, pero con la sensación del deber cumplido y el agradecimiento sincero de las decenas de personas rescatadas como única recompensa.