­Aquel aciago martes en que el cielo se desplomó sobre Málaga estaba de descanso. Trabajaba en el diario El Sol del Mediterráneo, cuya redacción se encontraba en el polígono Guadalhorce, junto a la carretera de la Azucarera a Campanillas; una zona que en cuestión de horas iba a convertirse en primera línea de playa.

A pesar de que era mediodía, una agorera penumbra se apoderó de la ciudad. El cielo estaba raro y era imposible evadirse de mirar hacia arriba para comprobar el increíble cambio de tonalidad de las nubes, del blanco amarillento al naranja rosáceo y al negro humo. El reloj no había marcado aún la una de la tarde cuando comenzó a llover con extrema intensidad. El agua subía por las aceras y los vehículos apenas podían transitar por las calles. Imposible ver nada tras la cortina de agua.

Cuando nadie lo esperaba el agua se convirtió en hielo y una copiosa granizada castigó techos, vehículos, cristales y a los pocos viandantes que aún no habían encontrado refugio. Bajé a hacer la compra al supermercado y oí a algunos vecinos comentar que los pasajeros de un autobús de la EMT habían tenido que salir por las ventanillas al quedar atrapados junto al puente de la avenida Juan XXIII, muy cerca de mi casa. Subí rápidamente y puse la radio. SER Málaga tenía un programa especial por las inundaciones en el que se sucedían testimonios de ciudadanos atrapados o aislados por la inesperada avenida.

Pasaban las tres de la tarde cuando por fin pude contactar con la redacción. El río Guadalhorce se había desbordado y la carretera de acceso al polígono desde la Azucarera era ya un torrente imposible de atravesar. Recogí en El Palo a mi compañero fotógrafo Santiago Aumesquet, que también estaba de descanso, y comenzamos a recorrer las zonas más afectadas ya que la mayor parte de nuestros compañeros habían quedado atrapados en la nave del periódico.

Estuvimos en la estación de Renfe, en la calle Cuarteles, en la Trinidad, Portada Alta, Arroyo del Cuarto y Carretera de Cádiz. El granizo, aún consistente, había bloqueado la red de saneamiento, muchas tapas de registro habían saltado y se convirtieron en auténticos surtidores. En el Llano de la Trinidad, los vecinos nos refirieron cómo el agua había comenzado a salir por los inodoros y las casas se inundaron en cuestión de minutos. El cauce del Guadalmedina estaba en obras y los portones que protegían las entradas y salidas para camiones reventaron, inundando las zonas aledañas.

Precisamente algunas de las máquinas y camiones de esas obras fueron las primeras en socorrer a algunos conductores y peatones que se vieron sitiados por las aguas, sobre todo en la zona de la calle Cuarteles. El caos era tremendo. No había luz, ni comunicaciones, ni suficientes equipos de emergencia para atender la multitud de incidencias. Personas en los techos de vehículos y casas, niños atrapados en sus colegios e institutos, trabajadores encerrados en sus puestos de trabajo en los polígonos Guadalhorce, Santa Teresa, Santa Bárbara y San Julián, el aeropuerto aislado, familias que habían tenido que evacuar sus viviendas?

En aquellas dramáticas horas los malagueños tomaron conciencia de la situación y una tromba de solidaridad se esparció por toda la ciudad. Fueron incontables los casos de vecinos que se echaron al agua con cuerdas, palos y cualquier utensilio para rescatar a quienes pedían auxilio, familias que alojaron y dieron sustento a centenares de vecinos incomunicados o desahuciados por el agua, conductores que transportaron a quienes habían perdido sus vehículos, empresas que ofrecieron sus maquinarias para las operaciones de rescate.

Y la radio, el instrumento que resultó vital cuando todo fallaba para entender la magnitud de la situación y encauzar las ayudas y peticiones de auxilio. Una jornada maratoniana en la que nuestros compañeros dieron un colosal Do de pecho. Fueron luz y guía para millares de desamparados y consiguieron llevar la tranquilidad a multitud de hogares donde faltaban padres, hijos o abuelos. Y lo hicieron de manera impecable y eficaz.

La carretera de Cádiz llevaba más de un metro de agua por el desbordamiento del Arroyo de las Cañas. Intentamos llegar hasta el puente de la autovía pero fue imposible. Los bomberos se afanaban en rescatar a centenares de alumnos y profesores que habían quedado atrapados en varios centros escolares de la zona.

En Arroyo del Cuarto, a la altura de la avenida Carlos Haya, la carretera había actuado a modo de embalse y las casas situadas al borde del río se inundaron completamente hasta alcanzar, en algún punto, los cuatro metros de altura. En una de estas fincas, los bomberos consiguieron rescatar a la mayoría de los caballos de una cuadra, aunque alguno falleció. Los animales estaban exhaustos tras horas nadando en la espontánea represa.

Cuando la noche se echó encima, sobre las seis y media de la tarde, y la oscuridad limitó el trabajo de mi compañero fotógrafo nos dirigimos hacia el polígono Guadalhorce por el Camino de San Rafael. Mi Fiat Uno se portó de maravilla. Íbamos despacio, pisaba el acelerador continua y suavemente para evitar que el agua entrara por el tubo de escape. A la altura de la fábrica de Cerveza Victoria tuvimos que parar. Los bomberos y las policías Local y Nacional habían montado allí una base de operaciones para intentar rescatar a las dos mil personas que habían quedado aisladas en sus centros de trabajo.

Las zodiacs y camiones de bomberos llegaron hasta donde pudieron. Constantemente iban llegando grupos de personas rescatadas y los vehículos volvían a penetrar en la negritud de la noche para localizar a más víctimas del desastre, mientras el caudal seguía subiendo sin dar tregua a unos y a otros. Un policía del Cuerpo Nacional nos confirmó la trágica noticia que habíamos escuchado minutos antes en la Cadena SER. Un matrimonio sexagenario había fallecido ahogado en una casa mata de la calle Castilla, en la barriada de Portada Alta. Eran las primeras víctimas mortales de la riada y comenzamos a pensar que podrían no ser las únicas.

Especialmente dramático resultó el rescate en la fábrica de Fujitsu, donde el agua amenazaba con inundar la primera planta en la que se refugiaban unos 350 trabajadores. La llegada de los camiones de una compañía del Ejército de Tierra desplazada desde Granada resultó providencial. Mi fotógrafo se subió a uno de ellos y ya no le vi más hasta el día siguiente. Regresé a casa a por ropa y comida y volví junto a mi compañero Germinal Castillo.

Seguíamos sin tener noticias de nuestros compañeros atrapados en la redacción de El Sol del Mediterráneo. Pedí varias veces a los militares de los camiones que fueran a rescatarles. Si en Fujitsu la situación era tan sobrecogedora, no quería ni imaginar cómo lo estaban pasando en la redacción. Por fin uno de los conductores me aseguró que se dirigía hacia allí y me quedé algo más tranquilo, aunque sabíamos por algunas personas que habían sido rescatadas en las vías del tren de Cercanías que en el puente situado a escasos metros del periódico el agua había subido más de dos metros y había un camión al que sólo se le veía el techo.

Pocos minutos más tarde pude localizar a un amigo de Marbella al que, como a tantos otros, la inundación le sorprendió cuando almorzaba. Le di una muda de ropa y calzado que llevaba en el maletero. Ante la imposibilidad de atravesar la zona del aeropuerto decidí llevarle en coche hasta Torremolinos por la carretera de Campanillas a Churriana. La Guardia Civil nos indicó que la carretera estaba cortada pero el caudal había bajado bastante y nos dejaron pasar. No se veía nada, había balsas de agua por todas partes y enormes rocas desprendidas sobre la calzada, pero conseguimos llegar hasta la estación de autobuses de Torremolinos y regresar al polígono Guadalhorce por la misma vía. Cuando llegamos, un policía amigo me comentó que muchos de mis compañeros se habían negado a abandonar el periódico.

Dormí pocas horas aquella madrugada y a las diez de la mañana estaba en la redacción. Había dejado el coche en la estación de Los Prados y seguí las vías del tren para llegar hasta las inmediaciones del periódico. Luego me encaramé a las rejas de una empresa cementera que lindaba con nuestra nave hasta llegar a la entrada principal de nuestro edificio. Algunos compañeros estaban asomados a las ventanas y avisaron al director, Rafael de Loma, que me preguntó: «¿Qué carajo estás haciendo aquí?», a lo que le contesté que «he venido a trabajar». Sinceramente, ni se me pasó por la cabeza que los daños en la nave y en la rotativa pudieran impedir que el periódico saliera al día siguiente.