El barrio tiene sus más y sus menos con su hijo insigne. En Portada Alta, donde las sábanas blancas que cuelgan de las ventanas dan la bienvenida en una solicitud masiva de paz para los malvados, todavía no lo hace ningún cartel que diga «enamorado de ti». Toda una vida viviendo, que no es poco cuando ésta discurre entre un abismo aireado en el que el fin es el principio y todos los días son iguales. Eduardo no quería ir a la escuela. Ahí no había nada que aprender que no le pudieran enseñar Camarón, Los Chichos o El Parrita, antes de sucumbir a los remolinos de la drogodepedencia múltiple que les produjo un desajuste termodinámico, cuyo guante iba a recoger más tarde una orgullosa Amy Winehouse con un nido de pájaros en la cabeza. Soñaba con que sus canciones sonaran en los Simca 1000 de finales de los 80, como una secuencia animada que se ejecutara en un bucle permanente. Nada de eso ocurrió. Pero, aún así, sale todos los días a la calle para coquetear con el roce invisible de la gloría en una historia de días vacíos y noches largas. De voces omnímodas empapadas en San Miguel y pulmones ennegrecidos por la resina del costo marroquí.

Eduardo tiene una barba desatendida y el cuerpo encogido. El pelo negro rizado lo esconde bajo un sombrero lamido por la roña. La última paleta en pie parece un palillo de dientes de marfil entre tanto vacío bucal. Anda de lado y encogido. Cuando camina, arrastra la pierna derecha como si un imán invisible estuviera tirando de él. Son las cuatro del mediodía en la Plaza del Siglo donde aparece de forma sigiliosa como la penumbra invernal. Sentencia de una tirada la jarra de cerveza y apura su cigarro. ¿Quién decía que el filtro no era fumable? Sabe, que hasta dentro de tres o cuatro horas, los clientes no empezarán a llegar. Como un nómada, pero con ruta fija, recorre a diario la distancia que separa su casa de su hogar. Su casa, cualquier piso okupa de Málaga dispuesto a acogerle de forma pacífica, que ofrezca luz pinchada y agua a espaldas de los contadores. No quiere revelar el enclave de su refugio, pero hace tiempo que dejó atrás la manzana cuatro de Portada Alta. «No me voy a quedar en la calle», espeta de manera contundente. Habla lento y pausado. Es su forma de rebelarse contra un mundo que va demasiado lanzado para su gusto. «En la vida hay que esperar para todo», tira de mueca aristotélica. Su hogar, cualquier terraza o rincón del parque con un público que admita a un personaje de 45 años que lo incendia todo cuando empieza a cantar por bulerías. Como lo hace un ataque de napalm en Vietnam. Eduardo Colorado, El Chamorra, reza su nombre artístico, nació el 10 de marzo de 1969. Este cantante callejero es la imagen contemporánea del artista malagueño sufridor que se quedó en un quise ser y no pude, como ese boxeador sonado que se agarra al aire para encontrar el equilibrio antes de doblar las rodillas en un chasquido de huesos que acaba besando la lona.

En YouTube, ese sistema de vasos comunicantes que detalla a la perfección nuestra memoria fotográfica colectiva, se comprueba fácilmente que El Chamorra está omnipresente para siempre y que habrá recibido pinchazos hasta de Belgrado y Beirut. «Y yo, enamorado de ti, esto sí que tiene guasa. Esclavo de mi trabajo pa que nada te faltara», rompe ante el primer grupo de animosos que se dignan prestarle atención. Resucita a su canción predilecta. La misma que ya le fue útil a Los Chichos para colocar sus cintas en cada gasolinera aceitosa del país, de punta a punta. Es la que más tirón tiene. Quizá, impresionados por esa profunda voz. Quizá, engañados por las casi nulas expectativas de unas apariencias que confunden o, simplemente, alertados por esa vena hinchada que parece una autopista que amenaza con estallar en cualquier momento para romper los diques y convertirlo todo en un baño de sangre, que dejaría a las inundaciones del 89 en una fina lluvia de primavera. Así, de alguna manera, caen los primeros euros del día. «Si la jornada es buena, acabo la noche con unos 100 pavos», admite con una sonrisa que esconde más versiones que Los Ketama.

Finiquita la segunda cerveza del día. «Siempre San Miguel», tira para la tierra. De tanto apuntar a lo más alto, la voz ha sufrido sus inevitables desperfectos. A veces, tiene que atarse las cuerdas vocales por bandera para lograr un tono decente que no raye la locura colectiva para los oídos.

Los años de purpurina

No siempre fue así. Hubo una vida anterior en la que todo discurría en Moll. Cuando alguien le pregunta a Eduardo si hubo un pasado más dulce se le iluminan los ojos. Su mente acomete un viaje psicotrópico atrás en el tiempo, que lo coloca de vuelta a la transición entre el blanco y negro al color. Se remonta a los últimos coletazos de los 80, cuando lo llamaban para cantar por todos los pueblos de la Costa. En sus recuerdos, El Chamorra se vuelve purpurina para ser el mismo que ponía patas arriba los tablaos flamencos desde Torremolinos hasta Marbella. En la Carihuela y en el Bajondillo. Ahora anda erguido. Su pelo negro es toda una melena majestuosa. La barba desatendida luce un corte milimétrico como el señorial tapete de Chamartín en una noche de gloria europea. Sus padres, fallecidos, estarían orgullosos de él. Acompañado por su compadre en la guitarra, al que «le faltaba ese duende», emula a Camarón o al Manzanita. Poseído por los fantasmas que convirtieron al flamenco en Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. «En la vida hay que esperar para todo», repite por segunda vez. Él sigue aguardando la verdadera fama. Reconoce que le pudo faltar un buen guitarrista y un padrino. Lo que viene a ser todo en un mundo donde los autodidactas acaban escribiendo libros de autoayuda. De vuelta a la realidad, se lía un porro y se lamenta de la falta de cantera. Esa juventud inmóvil que conoce la calle de la PlayStation y que ya no se interesa por el cante. «Así no vamos a tener a otro Camarón». Una calada con alevosía al canuto y expulsa el dulce humo por su boca mellada. En el tema de las drogas, afirma quedarse en los «porrillos». Creció entre demasiada gente que dejó la vida cotidiana para pincharse con los demonios que rodeaban las esquinas de cada calle. «Le tengo pánico a las agujas. Las veo y ya me mareo», muestra unos antebrazos limpios de picotazos para apartarse de la imagen del artista que encontró su glorificación en la sobredosis. Demasiado bien conoce esa saga, que va desde la ebullición, hasta la pronta caída del martyrium del cantaor envuelto en una vida de excesos de bragueta abierta. «Sólo porros y cerveza», insiste tozudo. In dubio pro reo, aunque luego resulte que esnifa amianto cosa fina. El mundo es mejorable, sí. Pero parece poco probable. «Estamos aquí para sufrir», se contempla Eduardo a sí mismo. Los puros habanos han llegado de nuevo a la Casa Blanca. El Cantinero de Cuba lo ha hecho a la calle Lagunillas en forma de mural. Como las paredes tienen memoria, el epitafio de Eduardo, si es que llega a tenerlo, bien podría rezar: «Desde el 10 de marzo de 1969 hasta la eternidad». Toda una vida viviendo.