Fueron quince días discretos, esparcidos con aire de sala de espera frente a un cielo que se negaba a dejar salir el tópico del azul y el amarillo, marrano en su color y en su osadía. Las pérgolas y las cámaras buscando refugio en el plástico. Mientras las estrellas, como jornaleros súbitamente privados de la peonía, echando el cigarro en la playa o arremolinados en torno a la labia universal de Francisco Rabal o Fernando Fernán Gómez, que ni siquiera necesitaban hacerse entender para auparse de sopetón en los capo de todo el equipo.

Recién aterrizado en la Costa del Sol, Rod Taylor, rodeado de rubias y esplendorosas, iba de un lado a otro repartiendo sonrisas, con esa amabilidad tan suya, entre capellán y tecnócrata pícaro, que se le quedó después de que la cincuentena le dejará instaurado en el rol a todas luces envidiable de maduro elegante, de los que siempre constituyen una excepción para las jovencitas de Hollywood.

De cómo una película española consiguió traer en Málaga al protagonista de Los Pájaros es algo de lo tiene mucho que decir el oficio del productor José Frade y el director Miguel Hermoso, pero también las ganas de la propia estrella australiana, que, en esa época, ya alejada de sus papeles más celebrados, no le hacía ningún asco a proyectos nuevos procedentes de Europa. De hecho, la producción tiró por todo lo alto, y la bala del protagonista llegó a Taylor felizmente y de rebote, después de haberlo intentado en primera instancia con Michael Caine.

El equipo no quedó ni mucho menos defraudado con el cambio. El recién desaparecido artista demostró sus tablas y profesionalidad, dando con su presencia un nuevo vuelo a una película, Marbella, un golpe de cinco estrellas, cuyo título parecía condenado inevitablemente a reavivar el eco de la españolada. En sus días en la Costa del Sol, Rod Taylor se encontró con un reparto de lujo, en perfecto equilibrio entre el talento nacional, con Rabal y Fernán Gómez a la cabeza, y la presencia de otra artista de renombre, la sueca Britt Ekland, conocida por sus comienzos explosivos de chica Bond y su matrimonio con Peter Sellers. Con la rubia en plena forma, el australiano se convertía en el epicentro de un rodaje que tuvo todo tipo de alicientes y añadidos exóticos. Incluida la presencia, durante la primera semana, del rockero James McDonnell (Slim Jim Phantom), batería de los legendarios Stray Cats, que andaba por entonces casado con la majestuosa diva escandinava.

Hasta un mes permaneció el equipo en los alrededores de Marbella. Los primeros quince días con la claqueta a punto de coger frío y de volverse rosa, como los gallos que se vendían en Andorra, y cerrada a cal y canto por una lluvia tan imprevista como impenitente. En el periodo de espera, el reparto se divertía lánguidamente, con Britt Ekland viendo marchar a su pareja hacia las cumbres del rock y dejándose entretener por Rabal y Fernán Gómez, que la sacaban caballerosamente a cenar por Marbella para que no se sintiera sola. Tan acuosa y melancólica se sentía la actriz que acabó incluso adoptando a un perro callejero de Puerto Banús y llevándoselo a California.

De todo ese ajetreo entre bambalinas, el propio Rod Taylor recordaría los ladridos de Pepe, que así apodaron al chucho, además de la preocupación creciente de los productores. El retraso provocado por la lluvia dilapidó buena parte del presupuesto, de manera que al director no se le ocurrió otra cosa que sustituir los escenarios finales del Caribe por la finca de La Concepción de Málaga. De esos días, clavados al final del calendario de 1984, son las fotos del actor posando selváticamente y con sombrero blanco frente a árboles milenarios, siempre afable y sereno, ajeno a la dureza de matón que se le atribuía a su personaje. Marbella, un golpe de cinco estrellas, que se comercializó internacionalmente con el nombre a secas de Marbella, fue estrenada al verano siguiente en los multicines Oasis, con un despliegue muy del gusto de la Costa: recaudación benéfica, Gunillas, doble sala, y un presentador de lujo, José Luis Uribarri. Todavía bajo el palio de la intervención siempre sonriente de Rod Taylor, dejándose admirar, sin ego y sin distancia, turista estelar en mono de trabajo por Marbella.