Nadie nunca hizo más guapa a Audrey Hepburn. Ni la ocurrencia genuina de las gafas de sol. Ni las joyas. Ni siquiera los besos a quemarropa, como de pico de invertebrado, que abundaban en Hollywood. Le bastó con atrapar su hilo de voz y picar con un punzón hasta diluir todo lo que sobra en la tierra. Luego, el director Blake Edwards hizo el resto. «Sal en toalla, con chulería», dijo. Y la actriz quedó en la ventana, donde discuten las enredaderas, con ese punto de gatos y elipsis de luna que siempre pareció acompañar la imaginación del maestro.

En esa escena de Desayuno con diamantes hay más cine clásico del que nunca pudo contener el cine clásico. Es como el sombrero de Bogart o las raquetas al fuego. Audrey cantando Moon River por primera vez, con guitarra de estrella del country, golpeando como un bate de béisbol o un relámpago cadencioso en las entrañas y en el género. Fue la confirmación de que Henry Mancini, conocido por la melodía de la Pantera Rosa, se bastaba por sí mismo para sostener un instante único, hipnótico. Tanto como para revertir el orden de la producción, y alejar a la música de su condición ambiental y humillante de complemento; dame una canción de Mancini y yo haré una película que será un éxito, podrían haber dicho los cineastas de la época. Y sin que les faltara ni un ápice de razón.

Con cuatro Oscar en el petate y un sinfín de nominaciones, el compositor se movía por las aguas de Hollywood con eco definitivo de leyenda. En algunos periodos maltratado, pero siempre con la admiración de los jóvenes talentos. Su música ensamblaba a la perfección con su mirada de lechuza y sus maneras de aristócrata travieso; las notas parecían salir ya bailando y en trance de su cabeza, primero con la dinamita del lenguaje atonal y más tarde en clave de jazz, con esos barridos de orquesta que aprendió en su etapa con Glenn Miller. A nivel sonoro, Henry Mancini fue de los que se inventaron los sesenta y sus descargas lisérgicas. Y todo eso parecía cogerle en el bolsillo de la chaqueta. Incluso cuando viajaba a la Costa del Sol, donde, a pesar de su cartel, pasaba casi inadvertido para los fotógrafos, más preocupados, en esa era primitiva del cuchicheo, por captar los arrullos de la pareja de moda, que entonces no resultaba ni tan empachosa ni tan hortera.

A partir de 1983, el padre de la melodía de Días de vino y rosas, El pájaro espino o Remington Steele, se acostumbró a veranear por Marbella. En sus estancias, fiel a sí mismo, se mantuvo siempre en un segundo plano, aunque sin dejar de ocupar su sitio en el circuito de fiestas y actos que orientaba la vida de las estrellas en el litoral de moda. Mancini, cuyos amoríos y francachelas nunca tuvieron los saltos y los escándalos de sus amigos de Hollywood, se paseaba por las playas con sus evocaciones al sol. Y, de buen talante, dejándose engatusar para ceremonias y galas solidarias.

En diversas ocasiones el compositor formó parte del elenco de estrellas que se reunía anualmente para recabar fondos para la Cruz Roja. Entre la pomposidad de las Gunnillas y la juventud de los escotes dichosos, el rey de las bandas sonoras corcoveaba como una pantera psicodélica; con su cóctel en la mano y su pañuelo en la pechera, sin renunciar siquiera a hacer declaraciones a la prensa. Henry Mancini, sin duda, se dejaba engatusar. Incluido con propuestas de menos cartel como la elección de Miss Marbella de 1987, en la que el músico estuvo repartiéndose el salón con la espigada Remedios Cervantes.

Mucho antes de eso, había compartido testimonio con una plétora de compañeros con los que podía haberse dado a cualquier tipo de confidencia acerca de la Costa del Sol. Orson Welles, con el que coincidió en Sed de mal, su primer trabajo firmado; Peter Sellers, al que conoció con la Pantera Rosa. O la propia Audrey Hepburn, a la que convirtió en una diosa vestal con una de sus composiciones más sencillas y a la vez más cautivadoras. No sólo de carreras de Alfredo Landa y saltos de Massiel vivía la banda sonora de Marbella. Habría que haber intentado tropezar con él, para ver si se le caía una nota. Y lograr con eso al fin que las españoladas entraran en la historia. Por méritos menos pintorescos, con música inmortal para las vacaciones.

Canciones para inventar un medio

Mancini acumuló en su carrera cuatro Oscar y una veintena de Grammys. Además, más allá de los premios, obtuvo un reconocimiento unánime mucho más duradero: la popularidad de sus composiciones, que siguen en boga, incluso, en las pistas de baile. A la melodía de la Pantera Rosa se le unieron temas como Moon River (Desayuno con diamantes) y participaciones en bandas sonoras muy distintas, desde El pájaro espino a Días de vino y rosas, Sed de Mal, Peter Gunn, Hatari! o Remington Steele.