­Un sol tibio se derrama el Camino Nuevo de Churriana una agradable mañana de miércoles. Un jubilado inglés toma café en una cercana plaza y regaña a sus tres perros, atado a una de las patas de la solitaria mesa. «¿Are you stupid?», le dice, para ordenarle después: «Stop». La solitaria vía da entrada a un bello y antiguo edificio, el mercado municipal de Churriana, que se levanta orgulloso en medio de casas blancas en las que puede saborearse la inconfundible atmósfera de los cincuenta. «Stop», repite el guiri, quien para entonces se ha levantado y abandona su lugar privilegiado para hacer mutis por el foro. Al lado, otro jubilado, este autóctono, pregunta cuándo sale el reportaje. Tras obtener su respuesta, le dice a otro hombre, también entrado en años: «Va a salir Toni y todo», mientras desvía la mirada a un perro pequeño y gruñón. Luego, todos los protagonistas desvían la mirada al mercado y bajan la cabeza. El recinto, construido en 1953 y con tan sólo cinco comerciantes que abren sus puestos, parece querer gritar «stop» antes de abandonar la escena.

Cada uno de los cinco comerciantes ocupa dos puestos, así que diez de los veinte habitáculos están operativos. Sin embargo, la sensación de soledad es máxima, aunque estos pequeños empresarios siguen aguantando en la trinchera del pequeño comercio con dignidad y valentía, sin bajar nunca el fusil de la calidad, el precio competitivo y la cercanía. Aquí también hay nobleza, como la que representa Salvador Santiago, el dueño de la carnicería más antigua de Churriana y presidente de los comerciantes del mercado. Junto a su mujer, Josefina Jiménez, saca adelante el negocio que fundara su padre Fernando en 1963 cuyo lema es «calidad y tradición».

«Nos movemos mucho, hacemos hamburguesas de verdura», dice Josefina, para recordar al minuto que la suya es la carnicería más antigua de Churriana. «Antes esto estaba mejor que ahora, pero el centro de Churriana ha ido desplazándose y hay muchas grandes superficies, aunque la gente sigue buscando lo casero», añade.

Su marido se queja de que él ha de hacer de conserje del mercado después de que el último se jubilara hace dos años y nadie lo haya sustituido. Abre y cierra, pone el hilo musical -«funciona muy bien», aclara-, cambia las bombillas que se funden o llama al Ayuntamiento para que vengan a reparar lo que se ha roto.

Salvador Santiago se queja de que se han invertido más de 30.000 euros en arreglar varios puestos cerrados para sacarlos a subasta, y se les ha puesto incluso agua, «pero en los antiguos no se ha hecho nada». «Yo aquí he tenido que gastarme 5.000 euros de mi bolsillo, aquí hay puestos sin agua y otros sin luz», indica.

Él, insistente como es, revela un espíritu reivindicativo que se entrelaza en un verbo rápido y fácil, curtido en la negociación con los políticos y, por eso mismo, cansado de promesas incumplidas. Así, cree que habría que haber alicatado y pintado el mercado, en concreto su exterior, además de poner un suelo más moderno y un techo con otro tipo de lámparas, «para que la gente venga y diga qué mercado más bonito. El del puesto lo coge si el mercado tiene visitas, si no no lo coge», agrega.

«Los políticos no preguntan a los dolientes, pregúnteles a los que están aquí, no se ponen al servicio del ciudadano», dice, para insistir en que, antes que arreglar los puestos cerrados, podrían haber hecho lo propio con el mercado y con los que están abiertos. La idea, cree, sería remodelar el actual o, casi mejor, hacer uno nuevo, lo que ya se planteó.

«Se iba a hacer otro mercado enfrente, pero la parcela está cedida, esperando a que la empresa urbanice, hasta que eso no ocurra ahí no se puede hacer el mercado. El dinero estaba u los planes hechos, hablé con el alcalde de Málaga y me dijo ´Salvador, no tenemos dinero, nos lo hemos gastado en otra cosa´. Churriana es el culo de Málaga, con 25.000 habitantes las subvenciones aquí no llegan a 15.000 euros», recalca. Luego, insiste en que los planos están desde 2009. «Tenemos la propuesta, y enseña los planos, fechados efectivamente en 2009 y firmados por el arquitecto Ignacio Dorao: «Aquí van los puestos, aquí un patio interior con techo de metacrilato, el aparcamiento detrás, sería un mercado precioso», señala. Josefina, su mujer, apunta: «Esto es una barriada, un distrito, no es un pueblo y hacen lo que les da la gana».

Ahora, esa parcela la ocupa un aparcamiento, aunque la explicación que da el Ayuntamiento sobre el hecho de que no se haya construido el mercado es la siguiente: «En 2010 se solicitó subvención a la Junta de Andalucía para llevar a cabo la construcción de un nuevo mercado en Churriana. El importe total del proyecto era de 1.387.366 euros y la subvención a la que se optaba podía llegar como máximo al 50% del importe, pero la Junta no la concedió».

En cuanto al comercio, Josefina presume, aunque Salvador no lo diga, de que su marido además de despachar carne elabora productos tales como chorizo de pollo y otros muchos, todo un artesano. Ambos fijan en un 50% la caída de ventas sufrida con la crisis, bien por la competencia directa de las grandes superficies comerciales y por la falta de trabajo entre la clientela. «El que compra en el mercado es el currante, el trabajador, y si en la familia están parados, pues no se puede gastar». El veterano carnicero añade a lo dicho: «Si antes vendía tres terneras, ahora vendo una y media».

Josefina Jiménez sale al quite de nuevo: «Muy poca gente llega al final de mes, los clientes de 100 euros se han perdido, ahora vienen con 10 o 15 euros. Muchos jubilados mantienen a las familias, y pagan la hipoteca y les dan de comer», dice.

Salvador recuerda que hace pocas semanas visitó el mercado María Gámez y les prometió la construcción del mercado, cuya parcela está frente al actual y acoge actualmente un aparcamiento. «Aquí han prometido todos: Celia Villalobos, Antonio Romero...», aclara. «Es increíble que los puestos estén sin agua», precisa.

La pareja tiene dos hijos, pero, en principio, no parece que ninguno de ellos quiera seguir los pasos de sus padres, aunque nunca se sabe. Tal vez la saga de Fernando siga perviviendo más años.

En el puesto de al lado está Carmen Jiménez, quien regenta una tienda de congelados. Junto a ella, su marido Leopoldo Capote, escayolista en paro desde hace años. Montaron el puesto cuando él veía poco futuro en la obra y Carmen, ama de casa, decidió ponerse al frente del negocio. «El mercado está muy triste, cuesta la misma vida sobrevivir, imagínate sacar beneficios, aunque ahora se nota algo lo de Navidad», cuenta. Luego, añade que lo primero que hace falta es un mercado nuevo, aunque dice comprender que tal y como están los tiempos eso es complicado. «No voy a ser irreal, pero por lo menos arreglemos este. Han reformado los puestos vacíos pero al mío no le han hecho nada», se queja. Los han alicatado, les han puesto persianas nuevas, agua caliente, pero ella, insiste, debe cogerla en una pila que hay en la parte trasera del mercado, en el que esa mañana hay dos de las cinco tiendas cerradas, una de ellas una pescadería -el miércoles no hubo género por el mal estado de la mar-. Así que lo que exige este matrimonio es la remodelación de los puestos, aunque lo ideal sería un mercado nuevo.

«El mercado se iba a hacer en el llano de los aparcamientos, si hasta nos enseñaron los planos, pero el dinero se fue a otra cosa», dice en voz baja Leopoldo, quien aunque no trabaja con su mujer sí está fuera del negocio apoyándola, y muchas mañanas comprando el género en el Puerto o en las naves de los polígonos cuando es necesario.

Carmen Jiménez lleva seis años con su puesto y dice que no le va mal, porque ella si gana 800 euros se da con un canto en los dientes. «Yo empecé con la crisis, nunca he ganado 5.000 euros». Antes era ama de casa. «Al principio, una vez que fui al Puerto me metí incluso en dirección prohibida una noche», ríe al recordar la anécdota, y, al momento, se pone seria: «Gracias a esto podemos».

«Lo que más se vende es la rosada y yo defiendo mi negocio, sigo aquí porque trabajo con honradez y calidad. La persona busca que no la engañen, y yo quiero que se vayan contentos con el producto», relata, por eso tiene de todo un poco en su puesto -especias, pan, de todo lo que se busca en un ultramarinos que nació siendo una tienda de congelados-. Sus clientes de toda la vida no sólo buscan poner un puchero, sino también que les escuchen. «Hay un hombre que viene a comprar y siempre dice lo mismo: ´tienes una mirada limpia y sin dobleces´. Yo soy amiga de mis clientes, porque has de respetar a tu público».

La gente está «mal» y lo primero que pregunta es «¿qué te pasa? y, si quieren hablar, se habla». «Me dicen que soy muy bien hecha, porque nunca me falta de nada. El pequeño comerciante siempre cuida mucho de su negocio, tenemos buenos productos a buen precio y con un trato excelente, y en el centro comercial lo que prima es la individualidad», defiende.

Alrededor del mercado, se arraciman algunos vecinos que toman tranquilamente una cerveza para pasar la mañana. Los jubilados deambulan de un lado a otro sonriendo mientras Toni, el perrito con genio, ladra desde lejos, tal vez de alegría. En la parte trasera del edificio no hay nadie y tres sillas vacías, dos de ellas de enea, dan testimonio de la tristeza actual de un mercado que una vez estuvo repleto de vida. Ese silencio, esa quietud de los dos pasillos comerciales traseros, contrasta con el trasiego de clientes que parlotean alegremente frente a ultramarinos El Mirador, donde José Rueda y su hija atienden con profesionalidad y eficacia, casi sin parar.

«Lo que necesitamos es un mercado nuevo, pero como pagamos estamos olvidados. Están arreglando los puestos cerrados y nosotros no tenemos ni agua ni el suelo es nuevo», se queja. Rueda abrió la frutería para que sus hijos trabajaran y hoy tiene tres, aunque asegura que su jornada es dura, porque se levanta a las cinco para ir a Alhaurín el Grande a por la fruta y, por la tarde, va a los almacenes a por los comestibles.

A su lado, una mujer y su bebé de meses esperan pacientemente a ser atendidos por Rueda o su hija, que no deja de salir y entrar al comercio con bolsas repletas de productos. José Rueda insiste en que no hay dinero y destaca que ellos tienen que bajar los márgenes para subsistir, pero se ve un hombre tranquilo, que sonríe al verbalizar sus preocupaciones, como, por cierto, ocurre con sus compañeros. Todos esperan, como diría el jubilado británico, que pare la mala suerte del mercado. «Please, stop». Pues eso.