Días después del desastre del Miño, con la prensa a la caza de respuestas, el capitán Marshall, responsable de la maquinaria del Minden, parecía concentrar todas las papeletas para convertirse de golpe en el principal objetivo de la rabia y de la frustración nacional. Durante semanas, en una especie de retiro teatralizado por las crónicas, que le atribuían una actitud excesivamente autosuficiente y chulesca, el navegante se dedicó a contestar a las preguntas de las autoridades españolas, convencido de que él no tenía nada que ver con la maniobra que tumbó al Miño sobre el mar. A pesar de las contradicciones de su testimonio, que hablaban de una neblina que los datos se negaban a corroborar, pronto se demostró que llevaba razón: el vapor no se había estrellado por su culpa, sino por la escasa visibilidad, y una posible dirección en falso del patrón de la embarcación más pequeña, que reaccionó de manera contraria a la que exigía el cruce entre dos máquinas y que, además, contaba con pocas horas de experiencia.

Javier Noriega, de la empresa arqueológica Nerea, explica que este tipo de accidentes eran habituales en la época, fruto, sobre todo, de las diferencias de potencia que empezaban a darse entre las nuevas máquinas y las que se valían de un mecanismo mixto de velas y carbón. De acuerdo con la mayoría de los investigadores, el Titanic malagueño se encuentra sepultado en la costa gaditana, a una escala superficial y protegida. Hasta hace muy poco los buzos conocían la embarcación con el nombre de San Andrés, debido a los lingotes de plomo de la fábrica anónima encontrados en su interior. En el cadáver de la nave, del que otros investigadores dudan que se corrrespondan con el Miño, especialmente por su cercania con la orilla, también fueron localizadas una partida de botellas de tónica que se exhiben desde hace años en el museo de Gibraltar.