Nunca nadie ha visto su silueta. Ni siquiera debajo del agua, con esa ondulación turquesa y onírica que adquieren las imágenes de los submarinos filmadas desde el equipamiento de los radares y de los batiscafos modernos. El Isabella, resuelto sobre el plano, continúa siendo un misterio físico, aunque acotado por los papeles encontrados por Nerea, que lo sitúan cerca de la costa de Torrequebrada, a una profundidad cuya superación exige irremisiblemente el uso de tecnología adecuada. El barco se fue a pique la noche del 4 al 5 de marzo, apenas diez días después de haber zarpado del puerto de Génova. De su ruta se sabe que incluía una escala en Marsella. Y un final abortado por la catástrofe, la tierra de Calcuta, a la que jamás daría alcance. Las causas de su hundimiento continúan siendo un misterio, aunque el trabajo de los estudiosos aporta una pista que conecta frontalmente con otras calamidades ocurridas en la época. El Isabella era una nave de engranaje híbrido, que aunaba la vela con el carbón, lo que hacía que en los momentos a la desesperada se empleara a fondo la caldera. En este caso, la maniobra, entorpecida acaso por la tormenta, pudo haber provocado el estallido del sistema. La caída, en cualquier caso, fue rápida. Las crónicas hablan de un golpe seco contra un arrecife de piedras, en una región marítima, la de Benalmádena, difícil de soslayar en situaciones adversas. El material arañado por los temporales, se exhibe en algunos puntos de Benalmádena: la estatua de Apolo apoyado en la lira está en Capitanía Marítima; el busto de la joven adolescente, en la Casa de la Cultura. La Biblioteca Municipal, por su parte, alberga una de las placas en las que se lee la leyenda Muntz, clave en la reconstrucción del naufragio. George F. Muntz fue un industrial inglés que patentó en 1832 una mezcla para evitar la erosión de los barcos.