Los tópicos saltan a pedazos frente a Ana Matnadze porque, lejos de ser una ajedrecista que sólo vive para este deporte y que analiza las jugadas incluso al cruzar un paso de cebra, esta maestra internacional hispano-georgiana de 32 años es un extrovertido torrente de alegría que confiesa ser «muy vaga y poco disciplinada».«Se me quedan las cosas mucho más cuando hay mucho ruido y mucha gente; ahora miro el tablero y ahora miro un libro», resume. En este sentido, no tiene nada que ver con Manana, su madre, que vive en Georgia, capaz de pasarse «mil horas seguidas» analizando una partida. «Yo no puedo, me aburro», confiesa.

El pasado jueves, la joven ajedrecista jugó 15 partidas simultáneas en La Térmica con 12 victorias y 3 tablas, resultado al que le resta importancia: «Es algo tan automatizado, tan fluido que si entrenas un poco, digamos un mes, podrás hacer simultáneas sin problemas. Es como un matemático o un físico que tiene sus fórmulas, lo tienes todo y te aparecen».

A Ana el tablero se le apareció con sólo 4 años, en un país, Georgia, -la antigua Cólquide del Vellocino de Oro- en el que el ajedrez es tan popular como en España el fútbol. Pero no fue un flechazo: «Mi madre me enseñó y no me gustó, pero a los 6 años una tarde vino un primo a jugar, me pidió que le enseñara y como no me acordaba de nada me inventé mis propias reglas. Le pedí entonces a mi madre que me enseñara porque me dio mucha rabia no recordarlas». Ese aprendizaje incluyó largas sesiones en el Palacio del Ajedrez, en Tiflis, en plena guerra, cuando tenía diez años: «Era un edificio brutal, parecía el servicio militar, con todos entrenando, parecía la Nasa (risas). Me acuerdo perfectamente que entre bala y bala mi madre me llevaba a entrenar». De esos días conserva el recuerdo de una llamada del presidente, el famoso exministro de Exteriores soviético Eduard Shevardnadze: le animó a ganar a una contrincante china (venció y ganó el torneo).

Lo que sí constituyó un flechazo fue su primer encuentro con España, a los 13 años, metida ya de lleno en el circuito de campeonatos profesionales. Aunque ha viajado por China, Venezuela o Brasil, nada más bajar del avión en Menorca cuenta que «fue respirar el aire y pisar la tierra y me dije, aquí es donde tengo que vivir». Desde 2008 vive en Barcelona y además tiene la doble nacionalidad.

Ana Matnadze, licenciada en Periodismo y en Filosofía Germánica, habla georgiano, español, catalán, ruso, alemán, inglés y portugués y su gran pasión es la aviación. Con este bagaje, lo que le mantiene frente al tablero confiesa que es «el sabor de ganar, que engancha mucho», aunque confiesa que hay ocasiones en que mientras juega no puede ni mirar el tablero. La ajedrecista rechaza de paso el tópico de que es un deporte para personas superdotadas: «Todo el mundo puede jugar al ajedrez y si entrena va a mejorar. Es tan fácil como eso».

Admiradora de Anatoli Karpov («si no lo entiendes te parece muy aburrido pero no es nada aburrido, es muy profundo»), si algún día desaparece ese hambre por ganar dejará el ajedrez y se dedicará a cualquier trabajo en contacto con la gente de otros países. «El público me encanta», subraya. Pocos currículum habrá entonces como el de Ana.