­Tintineaban las cadenas. Con música de rito funerario. En escalas histéricas, apenas debilitadas por la furia del mar. Mendigos, navajeros, herejes, con el odio desatado en las pupilas, pidiendo a gritos su liberación, sintiendo la madera desmembrándose. El capitán viendo volar esquirlas, hidalgos zambulliéndose en el agua, trozos de escudos de órdenes religiosas. El carnaval desnivelador de la muerte, comiéndose en una tarde aciaga la mejor maquinaria de guerra de toda Europa, esparciendo por la costa de la Herradura una nube de cenizas en la que viajaba el sueño de dominación del catolicismo, de la corte española.

En 1562, el año en el que se hundió la flota de Juan de Mendoza, las galeras venían anunciadas por un hedor infernal que se filtraba hasta la costa; las heces, probablemente la sangre, de decenas de presos, enganchados como bestias al cubículo de madera de los remos. Ese día de octubre, el olor tuvo que alcanzar los montes de Málaga: veintiocho naves encajadas en el puerto, pertenecientes al que a la postre sería el naufragio más salvaje de la historia, con la única comparación posible de la batalla de Lepanto.

Nunca antes un golpe estrepitoso había devastado al completo la artillería noble de un imperio. Y menos en aguas andaluzas, donde las condiciones naturales siempre parecen desde fuera mucho más dulcificadas. Es como si Estados Unidos hubiera perdido de repente a su cuerpo de élite, como si el séptimo de caballería se quedaran sin munición para sus expediciones. Después de la tragedia, cuyo rastro se extiende hasta las páginas de El Quijote, Felipe II convoco a las cortes, encorvado, deshecho, con gravedad shakespeariana, percibiendo en la desaparición de su armada un nuevo motivo de pesadumbre para la corona.

Javier Noriega, de la empresa arqueológica Nerea, recuerda que el monarca había heredado las riendas del imperio apenas cinco años antes, en un clima intoxicado por la brutalidad abrumadora de la guerra santa, que en ese tiempo constituía toda la política y englobaba en su pantomima espiritual los intereses materiales del Estado. El investigador, que, junto a José Ponce Millán, ha escudriñado de cerca el hundimiento, recuerda la tensión que existía en la época con los piratas berberiscos y el imperio otomano.

Después de varias batallas perdidas, Felipe II quería dar un escarmiento a los turcos. Y puso en marcha a su mejor artillería, encallada habitualmente en Cerdeña. La flota del Juan de Mendoza partió rumbo a Orán desde las costas de Málaga. La idea primigenia era esperar el viento de terral para alcanzar de un salto la silueta nervuda de África. Sin embargo, el mal estado de la mar precipitó los acontecimientos. Las galeras tuvieron que abandonar el puerto, entonces desguarnecido, y buscar refugio en la Herradura, donde habitualmente se encerraban los corsarios para protegerse de los empellones tormentosos.

A la altura de Bezmiliana comenzaron los problemas. El Caballo de Nápoles, uno de los barcos, chocó con el Soberana de España, obligando a los galeotes a remontar en un esfuerzo sobrehumano y contra condiciones desfavorables. En la Herradura, cuando todo parecía a salvo, el cielo reculó con una nueva barrabasada. Mudaron los vientos hasta por dos veces, desatando la cólera del sudoeste y construyendo una ratonera similar, aunque con distinta orientación, a la que en 1900 reventaría al Gneisenau frente a las costas de Málaga. Los remeros pedían ser liberados, las galeras chocaban unas contra otras en un torbellino demencial. Durante días la costa granadina estuvo escupiendo cadáveres. Murieron 5.000 de las más de 7.000 personas que viajaban. Algunas atravesadas por maderos, crucificadas en el caos y en el enjambre. De la que fuera la flota más poderosa de Felipe II sólo se salvaron tres naves: Mendoza, Soberana y San Juan. La mar se comió 25 embarcaciones imponentes, dibujando una leyenda que todavía hoy duerme bajo las aguas. Con todas sus aristas, su profusión de madera repujada. Una ciudad sumergida, velada por lengüetazos de un espacio marítimo aparentemente condenado a bregar con secretos, sin convocar todavía el esfuerzo indagador de las autoridades.