Soplaban rachas de más de cien kilómetros por hora. Suficientes para engullir decenas de barcos en un abrazo tramposo de lluvia y de madera. Un azote felino, sintonizado en la misma frecuencia cruel, aunque con diferente orientación, que devoraría siglos después al buque escuela alemán de la Gneisenau. Del naufragio enciclopédico de la flota de Juan de Mendoza, se desconoce el inventario exacto de sus restos, pero no las circunstancias que provocaron la catástrofe. Especialmente, después de las investigaciones de Nerea y el testimonio de los técnicos de la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet), que, valiéndose del cruce de variables contemporáneo, han llegado a reconstruir el escenario. Al menos, en lo que a elementos climáticos se refiere.

Según el trabajo de José María Sánchez-Laulhé y de María del Carmen Sánchez, la tormenta que arrasó con las embarcaciones se adscribe a un tipo de borrasca conocido como Shapiro-Keyser, que se caracteriza por una desmedida virulencia. Las embarcaciones se enfrentaron a un viento de acción cambiante, que adquirió su máximo potencial avasallante en la configuración del sudoeste. Los barcos quedaron embotellados en ese islote de agua con forma de herradura que separa Cerro Gordo de Punta de la Mona. El capricho del destino quiso que la mejor flota de Felipe II se hundiera después de haber abandonado por precaución el puerto de Málaga, que en esa época era muy frecuentado por embarcaciones. Sin ir más lejos, la propia Juan de Austria estuvo arrumbada en el castillo de Sohail antes de partir hacia Lepanto. Al referirse al hundimiento de La Herradura, Miguel de Cervantes hablaría de un caballero de hábito de Santiago fallecido entre la rudeza de las aguas.