Fuma nerviosamente mientras un pastor alemán llamado Yaco trata de comerse los pasteles que, sobre una mesa de jardín, acompañan a dos cafés recién hechos. Una barba blanca muy poblada le da aspecto de hombre honorable. Sus dedos se abrazan y, al instante, nerviosamente, se liberan para acompañar la pausada cadencia de un verbo encendido por el amor a Dios. Habla bajo, con un fuerte acento del castellano que se mastica en Venezuela y en México. Unas sencillas sandalias, un pantalón de pinzas y una camisa con rayas de colores culminan un sencillo atuendo que proyecta al exterior su austeridad íntima y una gran querencia por el otro, por ayudar, por sostener y acompañar, por dar esperanza. Todo aquello que no se puede comprar con dinero. Es el padre Cacho, José Luis, «aunque si dices mi nombre de pila por ahí no me van a conocer», ríe. Estos días descansa en Málaga para presentar su libro Con olor a oveja, cuyo título parafrasea la ya célebre reflexión del Papa Francisco, una obra repleta de fotografías y comentarios sobre su labor pastoral y humanitaria en una de las zonas más deprimidas de Caracas.

Ahora este pasionista da fe y esperanza en Venezuela, pero durante 17 años lo hizo en México y, mucho antes, en la Cruz Verde, cuando la droga azotaba inmisericorde el corazón de Málaga y payos y gitanos se miraban con recelo. A lo largo del Altozano, un joven curita discurría incansable a finales de los setenta de casa a casa para bautizar niños y celebrar misa. Incluso, consagraba en el bar Luis y hasta en la calle. Con el tiempo, fue el fundador de la parroquia del Buen Pastor y de la cofradía de la Crucifixión, de la que está muy orgulloso porque sigue volcada en ayudar a los demás.

Con olor a oveja puede comprarse en las iglesia Santa María Goretti, la casa hermandad de la Crucifixión, el colegio Hermanos Maristas y cuesta 20 euros. «Son 208 páginas a todo color con mis textos, crónicas que he ido redactando y lo que se recaude irá a los proyectos sociales pasionistas», precisa. En esta obra cuenta todas sus experiencias a lo largo de cuatro años en la parroquia Nuestra Señora de Fátima, de Caracas, un enclave conocido como San Agustín del Sur rodeado por cerros carcomidos por ranchitos -chabolas-, en las que se amontonan muchas familias. «Tienen muchos hijos, el matrimonio estable no existe, hay mucha violencia y predomina la santería; hacen falta cinco salarios para comprar la cesta básica y, en muchos casos, sólo uno o dos trabajan. No hay hambre, pero sí escasez de alimentos», dice en el jardincito trasero de Santa María Goretti, que conoce como nadie pues en ella vivió a finales de los setenta.

Ayudar en los cerros. Dos o tres mañanas va a los cerros, a los ranchitos, «a estar con la gente. La tarea de predicar es muy difícil, y hago lo que dice el Papa, agarrar olor a oveja, salir e ir al lugar en el que están los que sufren, darles cariño, comprensión, que vean que Dios está con ellos». Él defiende la «predicación con la presencia». También trabaja con una asociación que ayuda a recuperar a los adictos a las drogas y a las armas, y visita los calabozos en cuanto le dejan, «allí sí he visto donde está Cristo sufriendo su pasión».

«La gente necesita mucho amor y misericordia, porque la política los ha dividido mucho. Hay padres e hijos y hermanos que no se hablan», reflexiona con amargura. La violencia es otro de los grandes problemas de la zona. «En la parroquia, hasta hace dos años casi siempre había dos asesinados. El récord fueron 12 asesinados en una semana», aclara. Ahora la cosa ha bajado porque la policía entra más en los cerros. Destaca, sin embargo, el aspecto solidario de los venezolanos.

En su parroquia, «un inspirado, un profeta, el maestro Abreu, por medio de un sistema de orquestas y coros trata de ayudar a los adultos y a los niños y sacarlos de los ambientes difíciles». Y reivindica el papel de la Iglesia en un tiempo tan convulso: «Está donde la gente sufre, ayuda a unos económicamente y a otros con comida».

Los años mexicanos. En México pasó 17 años, dos de ellos en el Distrito Federal y el resto en Cacolomacán, a hora y media de la capital. «Fui, durante diez años, responsable del equipo misionero pasionista, que contaba con sacerdotes y más de cien laicos». En aquel enorme territorio, «nos reuníamos en muchos lugares con los campesinos y los indígenas y predicábamos. Teníamos dos dispensarios médicos y un comedor social». También trabajaban con los niños de la calle. La violencia de hoy es muy superior a la de hace años, «antes era más selectiva», aunque él prefiere pasar por alto los trances difíciles, que los hubo, a los que lo abocó el narco. «Como hablo muy claro...». En una ocasión, en el norte del país, estuvo durante muchas horas al día a lo largo de la semana confesando a cientos de personas, «cayeron muchos narcotraficantes y secuestradores».

Operación Ladrillo. De sus años en Málaga, recuerda la droga y los robos y cómo hubo de enfrentarse a la dura realidad del barrio de la Cruz Verde, al que ha vuelto estos días. «Tenían muchas carencias higiénicas y educativas. Visitaba a todas las familias, y hacíamos bautizos en las casas». Algunos colegios de los que él era el director espiritual, entre ellos Maristas, le ayudaron a crear la parroquia del Buen Pastor, una iglesia para la que se hizo una operación Ladrillo, de forma que la gente metía el dinero en ellos y los dejaba en un sótano alquilado al efecto en la calle Carrión. También data de aquella época el nacimiento de la cofradía de la Crucifixión.

Nacido en Ágreda (Soria) en 1949, viene de una familia de pastores y campesinos. «Tuve una infancia pobre pero muy feliz». Su hermano, pasionista también, le influyó en su decisión, de forma que a los once años entró en el seminario y a los 17 se consagró. A los 24 ya era un sacerdote. «Desde niño me sedujo mucho la idea de la pasión de Jesús, y sigue viva», concluye.