Lo único que le unía con esa otra imagen del pasado, también suya, aunque con la apariencia de resultar doblemente impostada, era la sonrisa. Yannick Noah en 1991, sudoroso, con la raqueta convertida en un cañón y la cabeza invadida por la jungla. Y Yannick Noah quince años más tarde, moviéndose en el escenario con sinuosidad jamaicana, ralentizado por las acuarelas del reggae. El cantante y el tenista. El uno casi inconciliable con el otro en la galería de las visitas a la Costa del Sol, donde dificilmente podía ser la misma persona sin dejar de serlo del todo, como uno de esos militares a los que cuesta reconocer de paisano y después volver a asociar con la rutina de la competición y de los fusiles.

El campeón de Roland Garros nunca ha levantado una pistola, ni siquiera en los últimos tiempos, cuando sus declaraciones contra los deportistas españoles, a los que acusó de drogarse y hasta de bracear en el caldero de la poción mágica, levantaron una polvareda que estuvo a punto de llevarse por delante el buen recuerdo de sus visitas a Marbella. En la provincia de Málaga, Yannick Noah, con su simpatía anchurosa y de escaparate, fue siempre agradecido y versátil, tanto con la pelota en el aire como con el micrófono, enganchado del brazo de sus antiguos enemigos de pista y de la familia Sánchez Vicario.

El tenista, con galones todavía hoy en héroe nacional de Francia, se acostumbró a pasearse por los jardines amurallados del hotel Puente Romano en la época en la que la Costa del Sol, encumbrada por pioneros como Lew Hoad, se había convertido en la capital informal del deporte. Hasta las instalaciones del recinto peregrinaban estrellas mundiales como Björn Borg, que se ocupó, incluso, de capitanear el complejo hasta 1983, siendo relevado por el mucho más esforzado y comprometido Manolo Santana. Con el liderazgo del jugador español, Marbella muñó sobre la red su leyenda dorada, organizando torneos y circuitos que trajeron durante varios años a los grandes figurones. En 1988 acogió la final de la Copa Davis entre México y España y tres años después, ya con el francés en la pista, asistió a una de esas lecciones coloridas de casticismo y plutocracia de exhibición que tantas veces han definido la personalidad de Marbella: en la pista, los campeones, embriagados por la inercia de los pelotazos, y en el graderío un tapiz de vividores y títulos nobiliarios que no eximía ni siquiera a los barones Thyssen, tantas veces inmiscuidos por méritos y galones propios en ambos campos.

A mediados de los ochenta, con las primeras invitaciones a Málaga, Noah ya se había metido en el bolsillo a todos los aficionados. Su juego, artesanal y falible, junto a sus movimientos de cobra zigzagueante sobre la cancha, le granjeaban una fama de jugador diferente a la que añadía el hecho de haberse alzado en ídolo universal de un deporte hasta ese momento dominado desdeñosamente por rubios y blancos. Noah, todavía lejos del alboroto de sus insinuaciones, salía a jugar y despertaba complicidad inmediata; en parte, por su entrega, en muchos casos situada a medio camino entre el deporte del élite y el espectáculo, como en el famoso partido de Alemania en el que trepó tres filas de asientos para echarse un trago con un aficionado y recibió a su adversario con aspavientos y pasos de baile, en medio de coletazos precisos y abrumadores.

Yannick parecía ajeno a la solemnidad y la presión de los campeones; hasta el punto de imponer un ritmo de fiesta en el altar de momia intocable que le habían esculpido los franceses. El hombre que rompió la mala racha del país vecino en el Roland Garros, punta de lanza de una estirpe de glorias del deporte que incluye a su padre, futbolista camerunés, y, sobre todo, a su hijo Joakim Noah, estrella de los Chicago Bulls, nunca ha dejado de ser guasón y de perderle el gusto al aliento de la grada. Tampoco después de jubilarse, en 2005, cuando vino para participar en el circuito sénior de Marbella, ya transformado en cantante de reggae. Entonces no se conformó con la raqueta y se montó una juerga con toda la banda, Zam Zam, en la que también participaron algunos de sus rivales. Esa noche, y gracias a su contagio, se vio a Mats Wilander trasteando la guitarra, a Mansour Bahrami con el micro. E, incluso, a Arantxa Sánchez Vicario tocando la pandereta , todos, salvajes y electrizados, casi como si estuvieran en la pista, todavía sometidos a la tortura de sus golpes. O a sus desbarres mediáticos.

De Ídolo a figura non grata

A pesar de sus excesos reflexivos en la prensa, donde últimamente ha empezado a alentar conspiraciones, Yannick Noah sigue figurando entre los deportistas más queridos de Francia. Incluso, por encima de Zinedine Zidane, al que ha desbancado una y otra vez en las encuestas monográficas. La prensa deportiva española le convirtió en el objeto de sus iras hace pocos años, cuando cuestionó el éxito de los españoles y relacionó a sus campeones con el dopaje. Durante su carrera, el propio Noah fue acusado de haber jugado algún partido bajo el efecto de la droga.