No se oyeron los gritos de pavor. Tampoco los rezos entablillados contra el desastre. Ni el crujido del mástil. El Reina Regente se hundió tras el biombo de la luvia y de las millas, en alta mar, sin dejar notas de socorro ni testigos, pero con una estela de sangre que, inseparable de la historia del país, abarca desastres muy próximos entre sí; el más cercano, por su continuidad, el de la Guerra de Margallo, producido también en 1893, y de cuyas brasas, con la intervención mortífera del destino, proviene el propio naufragio del crucero estrella de la Restauración.

La Guerra de Margallo fue el nombre con el que pasó a la literatura uno de los disturbios más tenebrosos de las luchas en el protectorado español del Rif. Alrededor de 6.000 bereberes, procedentes de las cabilas del desierto, se abalanzaron sobre Melilla con el fin de montar una orgía de sangre y vengar lo que consideraban una ofensa mayúscula: la construcción de una muralla defensiva, por parte de España, en el perímetro de uno sus rincones sagrados. Los soldados de los tribus cercaron la ciudad autónoma, trepando incluso por la recién edificada fortificación y sembrando el pánico entre los españoles. Juan García y Margallo, el general y gobernador, fue asesinado. La corona reaccionó movilizando a los tropas destacadas en Andalucía. Entre ellas, la joya de la armada, el Reina Regenta, que partió con una misión subsidiariamente bélica, transportar a los diplomáticos del reino de Marruecos, que no acababa de romper su ambivalencia -Hassan I daba la razón a España pero no tranquilizaba a sus súbditos-. La caída del crucero sumió al país en el desánimo. No tanto en lo que respecta a la campaña africana como en el marco más profundo y general del momento histórico, en el que España perdía sus últimos argumentos como potencia imperial y estaba a punto de renunciar definitivamente su posición de privilegio.