­Hubo un tiempo en el que tomar el sol sin albornoz se consideraba obsceno. En los años 50, la dictadura franquista vio en los turistas extranjeros una solución a la escasez en las arcas del Estado, pero no por ello se iba a poner en riesgo la moralidad de los españoles. Así que en 1951 tuvo lugar el I Congreso de Moralidad en Playas y Piscinas. De aquí parte la historia que nos cuenta el escritor Daniel Blanco en su nueva novela, Los pecados de verano, y que ayer presentó en Málaga.

«Los turistas que venían a nuestras costas tenían otras formas de comportarse, de vestir y de relacionarse, y venían con ganas de pasárselo bien», nos cuenta el autor, que describe aquel congreso del siguiente modo: «En él se decidió cómo tenían que comportarse los españoles en las playas y piscinas. Se estableció la necesidad de separar a hombres y mujeres, porque se consideraba pecado, o la necesidad de estar fuera del agua con albornoz, así como se creó la Policía de Costumbres. Estos nuevos agentes se dedicaban a andar por la orilla con un metro, midiendo los bañadores de la gente, comprobando si se ajustaba o no a lo permitido. Y quien no cumpliera las normas se enfrentaba a una multa que podía llegar a las 40.000 pesetas de la época, y también al día siguiente saldría su nombre en los periódicos».

Blanco contextualiza: «Estamos hablando de una época en la que lo importante era lo que se aparentaba, sobre todo las mujeres, que lo único que tenían era la reputación», afirma el escritor onubense, quien añade que, al final, el objetivo claro de este congreso era «mantener a los españoles sometidos». «Yo que soy de un sitio de playa, recuerdo a las mujeres mayores bañarse con una bata. La dictadura no solo consiguió dominar el país, también consiguió gestionar y gobernar las casas y los corazones de los españoles. Nos decían como teníamos que relacionarnos, cómo teníamos que amar y cómo teníamos que comportarnos», explica.

La playa no siempre estuvo relacionada con el concepto de veraneo. De hecho, y según comenta el autor, en los años 50 sólo acudían a ella los habitantes de las zonas costeras. Y antes, en la década de 1920, era un lugar terapéutico: «La gente iba cuando los médicos recetaban un baño de sol», explica Blanco.

«Entonces, empezaron a llegar los primeros turistas y nos encontramos, por un lado, con las mujeres españolas que se sentían frustradas por los condicionantes con los que vivían, y por otro con las rubias, las suecas despampanantes que venían en bikini, bebían y no tenían miedo a relacionarse con los hombres. En un tercer lugar tenemos a esos hombres que empezaban a ver que en la playa se enseña más carne de la que ellos pensaban. Es cuando surge el mito del mirón o macho ibérico babeante», insiste.

No fue lo único que se trató en ese congreso; también se aludió a los bailes agarrados. Daniel nos lo describe así: «Se puso de manifiesto cuál era la distancia que debía haber entre los chavales para bailar sin que fuera indecente u obsceno, a lo que un ponente respondió: un hombre y una mujer pueden bailar juntos siempre y cuando quepa entre ellos el Ángel de la Guarda».

El viaje al que nos conduce este libro nos permite conocer y empatizar mejor con una generación que vivió bajo la rigidez de un sistema que ponía cerco a la forma de controlar y gestionar sus deseos y sentimientos. «Nos equivocamos al pensar que nuestros abuelos, por el hecho de ser abuelos, no tenían esos deseos, esas ganas y ese ímpetu que todos tenemos. En la novela se refleja esta generación desde el ámbito doméstico y cotidiano. Los destrozos de la guerra ya los conocemos», matiza Daniel.

@javega92