­Fue una metáfora acelerada, danzarina, casi a cámara rápida. Una escena disparatadamente cruel, elevada por su violencia y su fugacidad a una de esas zonas de confusión en las que la pesadumbre por la tragedia deja lugar a la risa negra y umbría, a la brutalidad de la carcajada. Con su derribo se hizo añicos el orgullo de un pueblo, pero también nació, a la postre, un nuevo modelo, del que España tiene tanto que aprender, para el estudio de la historia. El barco que pretendía atemorizar al mundo y remarcar la hegemonía en el Báltico hundiéndose en el légamo minutos después de iniciar su primer viaje, cuando todavía no se había desvanecido el eco de la partida, con su estallido frenético de vítores, jubones y disparos.

La caída del Vasa, en agosto de 1628, adquirió desde el primer momento la textura unívoca de los grandes fiascos, una manera monumental, vanidosa y casi ridícula de cumplir con la fatalidad del desplome. Pocos buques se han desmoronado con el pecho tan henchido, a medio camino entre la humillación bíblica de Goliat y la fastuosidad venida a ruina del Titanic. El rey Gustavo II Adolfo de Suecia asistiendo en primera línea a la inversión exacta de sus ensoñaciones, viendo como la máquina que había mandado construir para espantar enemigos y agitar el ánimo se convertía en el mayor fracaso de la navegación europea; un barco nacido para ser el más letal, el más adelantado, derrengado a apenas unas millas de la ensenada del puerto.

A diferencia de otros grandes navíos, el Sava no sucumbió por heridas de guerra. Ni siquiera fue arrastrado por una tormenta o lanceado fatalmente por una roca camuflada. Media hora después de la ceremonia de su botadura, con las velas tragadas por el agua, la corte comenzó a buscar culpables. Era tanto el desconcierto que se llegó a interrogar a los astilleros e, incluso, a pensar que la tripulación había subido a bordo completamente borracha. Pronto, sin embargo, se supo que no había responsable de la tragedia o, mejor dicho, que éste sólo era uno, el propio Gustavo II Adolfo, que, en su apetito belicoso, había dado instrucciones delirantes, un compendio de órdenes y preferencias que desafiaban la gravedad y hasta las leyes de la naturaleza.

Para su buque insignia, el rey de Suecia pensó a lo grande: el monarca no quería un buque consistente, sino un palacio que desmoralizara a sus adversarios y le llevara a ganar posiciones en el ajedrez, más político en el fondo que religioso, de la Guerra de los Treinta años. El Sava era el capitán de las cuatro embarcaciones de la nueva armada invencible de Estocolmo y, si bien su aventura se entendió en un principio como un motivo de sonrojo para los suecos, más tarde, y ya tras el naufragio, se transformaría en todo lo contrario: un ejemplo de finura, de arte y tenacidad barroca, en el que las estatuas convivían con la artillería pesada. Si se conocen tantos detalles de la nave no es, en este caso, por la literatura, sino por la consumación, en 1961, de un rescate modélico. El buque de Gustavo II Adolfo es uno de los pocos que ha sido recuperado íntegramente, dando lugar, además, a un museo marítimo exclusivo, el más visitado de Europa.

El Sava era un armatoste bermellón, de 152 metros de altura, adornado con complicadísimas escrituras en la madera y más de 1.400 piezas artísticas. En su soberbia majestuosidad está cifrada, sin embargo, la razón de la catástrofe. Embravecido por el poder y por las musas de la guerra, el rey dispuso una línea de 64 cañones que descansaban de la parte alta del buque. Además, concibió una mole cuya altura desafinaba con el resto de las proporciones. Los constructores, con el holandés Henrik Hybertsson a la cabeza, intentaron compensar con el añadido a modo de lastre 160 toneladas de piedras. De nada sirvió. Al primer azote del viento la todopoderosa nave, cuyo perfil inspiraría el buque de la saga Piratas del Caribe, comenzó a cabecear desmesuradamente. Y, al segundo, se anegó por las troneras. La gran máquina militar sueca se fue a pique en quince minutos. Murieron treinta de los más de trescientos hombres que formaban parte de la expedición. Una lección terca y salvaje de las tentaciones del ego, la muerte de la gente eterna..