Arrastraba, en poderoso torrente, la madera levantada de las chabolas, el aire polvoriento de los rezos a medianoche, el silbido de los campos de algodón, la visión, con los pies desnudos, de los primeras salas y de los primeros rascacielos. En cada arpegio, en cada escalada melancólica, su guitarra era como una gran bola de verdad y sentimiento, un terremoto ejecutado con movimientos suaves y discutido con latigazos en el rostro en perfecta sintonía emocional y eléctrica, el espíritu indómito, penetrante del blues, a veces confundido en escenarios en los que todo, salvó él y su música, parecía ser arrebatado a la naturaleza; cuando B. B. King en mitad del escenario miraba a lo lejos y sonreía debía ver siempre lo mismo: una invariable sucesión de sombras perdidas entre la oleada de júbilo y las pupilas temblorosas de los mecheros. Sin embargo, en realidad no podía ser más distinto. Con decenas de miles de conciertos a sus espaldas, el guitarrista había asistido a una revolución de la cual también había sido protagonista: la salida de las catacumbas, primero artística y, mucho más tarde, social, de la cultura negra.

En su transformadora trayectoria, B. B King llegó a tocar en habitaciones mal ventiladas con bidones ardiendo y en estadios uniformados por la asepsia grandilocuente de los espectáculos de masas; a veces, incluso, de manera simultánea, fiel al espíritu del blues, sin importarle excesivamente dónde y frente a quién dejarse la voz y el alma entre sus demonios e historias de seis dedos. La plaza de toros de Nueva Andalucía le tuvo que transmitir por fuerza la sensación de estar frente a un híbrido exagerado de todos los ambientes, con el recuerdo de su oficio brutal perdido todavía en el albero y la alfombra superpuesta del espectáculo de variedades. En julio de 1996, en su época más frívola y sembrada de contradicciones, Marbella fue testigo de uno de los actos magnificados más puros que podía dar una guitarra frente a más de 5.000 personas, el concierto de B. B. King, que, en aquel tiempo y en aquel lugar, momentáneamente a la deriva, tenía que sonar obligatoriamente lo mismo que un cantaor derrochando vida y poesía para un cargamento de turistas aburridos con ganas de pasar a la borrachera.

El maestro, que desarrolló una curiosidad autodidacta muy alejada de los tópicos del rock y de las grandes estrellas, seguramente habría previsto para la Costa del Sol la condición de territorio ocioso y letárgico, quizá todavía parcialmente embrutecido por la mala baba de un dictador que había logrado desesperar a su viejo amigo Sinatra. En los noventa, después, incluso, de Cobi y de la Cicciolina, era difícil no ver en el mapa de España la sombra purpurina de Marbella. Y más con tantos amigos, desde los Rolling Stones a Sean Connery, con querencia activa por la tierra. B. B. King se subió al escenario del coso taurino quién sabe si esperando enfrentarse a un público aburrido y hastiado del lujo en diferentes lenguas. Sin embargo, aquella noche, le recibió una pequeña sorpresa: en Marbella, la tierra de la toalla y de los lugares comunes voceados en la prensa, el músico topó con una audiencia mayoritariamente joven y muy entendida, sabedora del acontecimiento único de ver por primera vez en Andalucía a uno de los mejores guitarristas del mundo.

En cualquier otra ciudad no habría sido concitado el asombro, pero la parte cañí era inesperable en esos días de buena parte de la costa; a B. B. King, sin ir más lejos, le dio el visto bueno para la contratación el propio Julián Muñoz, que por entonces ejercía de concejal de Fiestas. Si la historia y el tiempo permitiera prestarse a esos juegos, sería interesante volver a ese momento y reclamar para la posteridad una foto de los dos, quizá con el bueno de Raimundo Amador para agigantar la plasticidad del encuentro: dos tipos de extracción humilde -el americano nació en una cabaña del Mississippi, entre ecos de la esclavitud- conocidos por su inmenso talento y otro por fumar cigarrillos en la tele y echar en bolsas de plástico dinero y besos raquíticos de tonadilleras. Marbella, en definitiva, en su doble o nada; tantas veces de cara, pese a la cruz temporal del cemento. B. B. King colosal, con su banqueta y su camisa de flores, contando al fin algo universal y serio.

Llanto por el rey del blues

Con más de 15.000 actuaciones y 15 Premios Grammy, B. B. King está considerado uno de los artistas más inolvidables y revolucionarios de la cultura popular del siglo XX. De rápida maduración, el afable Riley Ben, que así se llamaba, influyó de manera decisiva en los nombres propios del rock; incluidos U2 y los Rolling Stones, con los que tocó, además de los Beatles, que le nombran en la canción Dig it. A sus 89 años, el maestro murió con su eterna Lucille a cuestas, la guitarra a la que bautizó con el nombre de la chica que motivó una pelea entre dos hombres en un concierto que derivó en incendio.