­Nadie supo de dónde vino el disparo. Los que sobrevivieron apenas acertaron a ver un géiser y una escalera de burbujas blancas mientras el viento y el sol del invierno arañaban los cuerpos en una estampida frenética. El resto, 37 personas, murieron sin entender nada, a pesar de la ferocidad del enemigo y de la guerra. En los días siguientes, con el submarino destruido, las comunicaciones eran reiteradamente escasas; conocían el hecho, la caída y desaparición, del submarino C3 frente a las costas de Málaga, pero no quién había provocado el desastre.

En diciembre de 1936, explica Javier Noriega, de Nerea, no era fácil identificar un ataque. Y más en la mar, donde los doce submarinos de la flota española estaban bajo el dominio oficialista republicano. Con la armada, no sin tensiones internas, manteniendo a raya el paso de los africanistas en el Estrecho, cualquier amenaza que surgiera en el entorno tenía que ser forzosamente de frente y a vista de catalejo, sin ninguno de los señuelos y el ocultamiento de tapicería azul que ofrecía la inmersión en el agua. El torpedo, la escandalosa catarata de miembros y metales eviscerados, fue desconcertante. Y no sólo porque la tripulación estaba de sobremesa y pacificada, sino porque el disparo, al no provenir de la superficie, partía necesariamente desde una nave extranjera. Aunque pocos intuían su verdadera nacionalidad: la de la Alemania nazi.

Las tropas de Hitler, supuestamente al margen del conflicto, se habían esmerado en ocultarlo. La abstención del Führer hacía imposible la presencia de su artillería en aguas españolas. Pero los alemanes, impacientes por probar la maquinaria de guerra y por secundar a Franco, habían pactado en la sombra una entrada en escena con el ejército italiano. Es lo que ha pasado a la historia con el nombre de Operación Úrsula, cuyo desenlace está todavía sepultado en la bahía de Málaga.

Aunque clandestina y no reconocida, la aportación nazi a la batalla se concretó en dos submarinos, el U33 y el U34, conocidos con los sobrenombres de Tritón y Poseidón. Ambos barcos, de tecnología a punta, pero aún a prueba, tenían, en teoría, que operar en España entre el 30 de noviembre y el 11 de diciembre. Se suponía que en esa fecha, y en virtud de la alianza, debían ser relevados por la maquinaria italiana. Su misión era simple: triturar todo lo que tuviera que ver con la República. Eso sí, con un esfuerzo adicional en discreción que la estrategia había dispuesto para evitar futuros contubernios internacionales.

Los alemanes, en la Guerra Civil, hicieron todo un alarde de cultura agazapada. Las prohibiciones eran muchas: no podían incorporar ninguna bandera. Viajaban sin nombre, con la tripulación oculta y embutida con uniformes falsos. La expedición, pese a su cautela, estaba resultando un fracaso. Las pocas veces en las que los submarinos alemanes tuvieron a tiro a los objetivos republicanos erraron con los torpedos, que, entonces, contaban con un gran potencial, pero todavía en fase de perfeccionamiento. Frustrados por su inoperancia bélica, los nazis decidieron regresar a Alemania. Y en pleno trayecto, en el mar de Alborán, convertido en uno de los puntos estratégicos para el tránsito y el fondeamiento de la flota, tropezaron con una oportunidad bélica irrechazable: el C3, submarino republicano, relajado y en el horizonte del periscopio, a apenas ochocientos metros de distancia.

Alertado por los intentos anteriores, el capitán Harald Grosse, quiso esta vez asegurar el disparo. El torpedo, aunque a la postre renqueante, rompió en dos la embarcación, provocando en pocos segundos su hundimiento. Sólo se salvaron tres personas, las que en esos momentos estaban en cubierta, que vieron desde el mar como una gigantesca ola se mezclaba de copos níveos de espuma y gases de la maquinaria. Ninguno de los barcos españoles que navegaban por la zona pudo llegar a tiempo y bloquear la huida de los alemanes. El C3 se hundió a unas millas de la costa, dejando tras su curso una larga historia de luto y una emboscada diplomática. Fue uno de los dos submarinos republicanos derribados en la provincia. Todo un sarcófago siniestro y literario.