Año nuevo, vida nueva. Algo así pensó Rocío Moya cuando, al cumplir 50 años e inaugurar década decidió dar un giro a su vida. Tras tres décadas trabajando para Unicaja, esta malagueña decidió trabajar por los demás y dejar la monotonía de la oficina. Siempre tuvo claro que quería sentirse útil, ayudar. Por eso, tras bajarar la opción de irse a Honduras, se fue dos meses a Mozambique.

Allí se encontró con un amigo de la infancia que se había convertido en embajador de este país. Fue en marzo de 2008 y, desde entonces, no ha dejado de visitar el lugar y ayudar a quiénes viven allí.

En cada uno de sus viajes a Mozambique ha ido acompañada de su cámara. Aficionada a la fotografía y a las imágenes «con alma», decidió imbuirse en las aldeas de la región de Maputo. Allí puso cara al sida, al hambre y a la impotencia. Inmortalizó con su objetivo la felicidad de niños desnutridos y enfermos y comprendió que no dejaría de visitar este país para poner, siempre que pudiera, su granito de arena. Un día recaló en Casa do Gaiato, un horfanato con 150 niños en el que estudian y aprenden oficios, además de cubrir sus necesidades básicas.

Al principio contó sus vivencias a sus amigos y les trasladó la necesidad de apoyar a este joven país. Después, lo hizo a la empresa para la que durante años había trabajado. Fue entonces cuando la Obra Social de Unicaja decidió apostar por las ideas de Rocío Moya, exempleada a la que conocían y de la que sabían que cuadrarían las cuentas. Después, se sumó la Diputación de Málaga. Gracias a sus inversiones, se han hecho letrinas, pozos, se han financiado escuelas -o escolinhas- y se les ha enseñado a trabajar la tierra para cultivar alimentos.

Cada una de sus vivencias en sus siete viajes a Mozambique han sido expuestas en el Hotel Molina Lario. Las vende para recaudar fondos y, aunque parten de un precio base de 50 euros, hay quien le ha dado cinco euros por no poder aportar más y quien ha donado 3.000. «Mis fotos buscan la dignidad, todas tienen el consentimiento de quien sale. Son fotos que intentan ser alegres porque no quiero que las tragedias se cuenten como algo normal», cuenta la mujer, que advierte que aunque la mayoría de las imágenes capten sonrisas, estos niños son huérfanos, tienen sida, tuberculosis o están desnutridos.

El año pasado la pequeña Luisa fue la protagonista indiscutible del calendario. «Sus ojos limpios, su belleza, decían tanto...», dice Moya. Como cada año, en su viaje buscó a la niña para llevarle un ejemplar del calendario y darle un obsequio. «Con su foto ayudó mucho, era una forma de agradecerle todo lo que hizo sin saberlo», cuenta. Durante dos días se recorrió los poblados buscando a la pequeña. Y la encontró.

«No era la misma, no sonreía, sus ojos estaban apagados», relata la mujer, que se sintió más en deuda si cabe con ella. La niña estaba malnutrida y en mal estado y movió cielo y tierra para volver a ingresarla en una escolinha -donde la conoció- para procurarle un futuro mejor. «Quería arrancarle una sonrisa otra vez», afirma.

La ONG Mozambique Sur canaliza sus proyectos, con su sello personal. Reconoce que no es la misma que hace ocho años y admite cragos de conciencia por darse una simple ducha. «Las mujeres caminan 7 kilómetros al día con un bidón de 25 litros en la cabeza», apunta.

El próximo 5 de octubre inaugurará una nueva muestra con las fotos de 2015. Estará vigente hasta hasta el 12 y pretende recaudar fondos para ayudar a las monjas de San Vicente de Paul, que cuidan a 400 mujeres con sida durante los nueve meses de embarazo y los nueve posteriores para que controlen la enfermedad, que esta no vaya a más y para que los bebés estén bien alimentados. «Han conseguido que la mayoría de niños nazca sin sida. Así todo merece la pena».