Julián Muñoz, irreconocible con un rostro desfigurado y sabiendo lo que se jugaba, se puso delante del juez y, luciendo una simple camiseta negra del Decathlon, tan sólo le faltó ponerse de rodillas para pedir perdón. Una de las prácticas con las que uno intenta desquitarse de ese tormento de culpabilidad interna potenciado, seguramente, ante la posibilidad de no volver a ser libre jamás, es el arrepentimiento. «Me arrepiento profundamente de todo y pido perdón a Marbella por el daño causado». El arrepentimiento, a Julián Muñoz, le llega media vida tarde y guarda similitud con el caso de José María del Nido que también se pronunció en la misma dirección: «Reconozco mi culpa y pido perdón. Voy a devolver hasta el último euro al Ayuntamiento de Marbella».

Seguramente, ambos, no entendieron porque pidieron perdón ante el juez y es probable que no lo entiendan nunca, como cuando Torrente todavía no ha pedido disculpas por el daño causado a Marbella con el rodaje de su segunda parte. Los dos, antiguamente figuras poderosas, dieron señales de fatalismo y se agarraron a lo último que queda cuando ya todo parece consumido. Sin necesidad de fabricarse una coartada, porque no hay ya quien se la crea, recurrieron al ancestral ritual de pedir perdón.

Antes se pedía perdón cuando pisabas a alguien sin querer. Hoy se ha convertido en una especie de ritual político. Mariano Rajoy pide perdón. Pedro Sánchez pide perdón. Miles de malagueños y malagueñas están pidiendo perdón en estos momentos y Málaga pide perdón por estar sucia.

Curiosamente, el pedir disculpas políticas lo inventó un asesino. Stalin obligaba a los militantes del Partido Comunista a juzgarse a sí mismos y a disculparse ante él si consideraban que sus comportamientos no habían sido los adecuados. Lo más fácil es pedir disculpas por crímenes que se cometieron hace varios siglos. Así, es habitual ver a un papa pedir disculpas por la inquisición o a los Estados Unidos por haber permitido la esclavitud y el maltrato a los negros. También hay papas que disculpan a mujeres por ejercer su libertad, hecho por el que, en realidad, deberían pedir perdón porque lo suyo va de algo iracundo. También hay disculpas históricas, como la del excanciller alemán Willy Brandt cuando se arrodilló, a lágrima viva, ante las puertas del gueto de Varsovia.

Volviendo de nuevo a Muñoz y a Del Nido, muchos podrán creer que se han puesto de acuerdo para dar pena. La pregunta que surge entonces, es saber si se trata de meras confesiones para acallar esos reproches internos o si se trata de disculpas sinceras. ¿Hasta qué punto es ético negarle la disculpa a Julián Muñoz cuando la vida misma parece no haberle perdonado? El perdón puede ser agradable porque esconde un impulso de levantarse y abrazar a todo el mundo. El dinero no perdona ni los amigos. A Muñoz, con el dinero, se le fueron los amigos. También a quien abraza. A pesar de todo, para eso no, hay perdón que valga.