Quizá, el haberse lavado la cara solo con limón y aceite haya sido la clave para pasar los años con el rostro impoluto. Una piel color blanco perla terciopelada, sin rastro de los estragos del sol, y con algunas arrugas a través de las cuales se puede intuir el largo recorrido de quien las luce.

María, de apellido Estébanez, cumplió ayer, diez de septiembre, cien años. Sus manos ya tienden a retraerse, pero todavía le quedan fuerzas para echarlas por encima de los suyos y acariciarles la espalda. Perdió la vista por completo hace años pero aún resuena su risa con energía. Ahí es donde habita María, entre la inocencia de un niño y el sosiego de quien lo ha visto todo en la vida.

Nació en 1915 en Matagatos, una pequeña pedanía del Puerto de de la Torre próxima a Almogía y el grueso de su vida se ha desarrollado en el campo. Se casó con 27 años con Francisco Olmedo, un hombre dedicado a la tierra. De su matrimonio nacieron cinco hijos; el motor de su existencia y a los que se ha dedicado durante toda su vida.

La historia de España evoluciona de la misma forma que María pasa de ser una niña hasta convertirse en una mujer. La escasez dictaba y en casa siempre hubo dificultades. Nació en plena Guerra Mundial y se enderezó con la Guerra Civil y la II Guerra Mundial; etapas que marcaron su vida. Llegó a ser quien inyectaba las medicinas a los enfermos. Entonces, no había quien lo hiciera. Sin embargo, todo aquel que llamó a su puerta para pedir encontró en su casa un plato de comida. La discreción, la paciencia y la bondad forjaron el carácter de María, que pasaba las horas cosiendo y haciendo pan.

En el año 86 se vino a vivir a la ciudad. Su marido había fallecido y se trasladó a Málaga a vivir con uno de sus hijos. Con ellos viajó y conoció mundo. Visitó Segovia, el País Vasco e incluso Mallorca. No había salido antes de Málaga.

Tiene 100 años y sus hijos presumen con orgullo de que su madre no toma ninguna pastilla. Jamás ha tenido ninguna enfermedad; lo suyo son los achaques del tiempo. La genética debe influir. Un hermano suyo falleció con 94 años y otro tiene 92 y todavía sale de cacería.

Los últimos años convive en casa de su hija Paqui, tras haber estado con el resto de sus hijos, y asegura que los genes, ligados con la alimentación, deben ser la clave de la buena salud que abandera su madre. Siempre comió del campo a la mesa y sin añadidos tóxicos algunos. Todavía hoy come de todo y le encanta el bacalao.

Su día a día trascurre lineal. Ya no está para muchos trotes aunque su paseo de hora y media por la mañana o por la tarde, según se tercie, no se lo quita nadie. Su rostro refleja una mueca de felicidad cuando la perfuman y la arreglan para salir. Igual sucede al tocarle la cabeza.

La última década ha sido cuando la edad ha dado la cara. Aún cuando era consciente de lo que pasaba se agarraba a la vida con la fortaleza de quien estaba empezando. Ahora vive tranquila, ajena a lo que sucede pero rodeada del cariño de sus familiares. Tiene demencia senil y requiere de ayuda continua. La estimulación y el contacto piel a piel ayudan a trabajar su cerebro y por ello, le cantan canciones de la época que ella misma termina y es una más a la que narrar el pasar del día.

Parece abstraída. Las conversaciones y personas pasan por su lado sin aparente inmutación. «¿Mamá cómo se llamaba tu marido?». «Se llama», matiza ella en ese preciso instante. «¿Y cuántos hijos has tenido?». «Cuatro» (es el número de embarazos que tuvo). Su cabeza dispersa vuelve en sí en algunos momentos y da auténticas lecciones de vida. «Hay que querer y ayudar a las personas», soltó una vez.

Las cosas importantes perduran en su interior. Felicidades, María. Por muchos más.