En la misma esquina del Samoa aún resuenan los ecos de risas infantiles en una tarde de Martes Santo. La plaza de los Monos es la improvisada tribuna que espera que el Señor de los Pasos en el Monte Calvario y la Virgen del Rocío bajen desde la calle Amargura hacia el Centro. Los chicos que llevan los estandartes del vía crucis se estremecen por el enorme peso de las pinturas. El capirote y la túnica morados envuelven a cientos de penitentes que alumbran el avance del desfile. Al lado, un señor vocifera para vender algodones y limones cascarúos.

Un niño da una patada al cubo, que cae sobre el albero de la plaza. Un enorme letrero iluminado reza: «Novia de Málaga». En la iglesia de San Lázaro no cabe un alfiler, y, a lo lejos, el cimbrear de un palio inmaculado avisa de lo que ha de llegar: Rocío. Un tío coge de la mano a su sobrino para llevarle un clavel a la Virgen. Los esforzados hombres de trono miran con caras de circunstancia al enorme gentío que los espera a lo largo de un recorrido que habrá de perderse en la madrugada. En los patios deportivos del colegio de los Hermanos Maristas aún puede oírse el chirriar de miles de zapatos de varias generaciones de malagueños corriendo tras una pelota. Una abuela grita a su nieto. Sólo va a pedir cera a un nazareno, pero eso ya no importa. Lo regañará una y cien veces así pasen mil semanas santas. Un bebé de apenas un año llora desconsoladamente mientras mira de reojo la amenazadora sombra de los capirotes. Al fondo, sus ojitos escudriñan con curiosidad el contraste cromático entre el morado y el blanco. Son casi las nueve, alguien ha cantado una saeta. Nadie sabe el nombre de la saetera. Cada crujir de las barras de palio es un aldabonazo en el pecho de los asistentes. Ya han visto salir al Rescate y a la Sentencia. La capilla de la calle Agua está vacía. Una peluquería aún no ha cerrado y en la panadería varias clientas hablan de la vida que tiene el barrio. La calle Victoria parece ensancharse engullendo a la ciudad, deglutiéndola sin apenas dificultad, un corazón contiene a otro. Hay quien le grita guapa a la Virgen. El desfile se estira, ocupando la Victoria en su inmensidad. El humo de varios cigarrillos se mezcla con el incienso y las campanillas establecen su intenso diálogo. Avanza la cruz guía, que ya está en las inmediaciones de la plaza de la Merced. La Virgen mira desconsolada al frente, con una mecida cada vez más dulce, cada vez más sostenida. En cada movimiento, la dolorosa parece detenerse, consciente de que va a ser retratada por muchas cámaras de fotos. Luego, la campana manda parar. El capataz habla con el mayordomo, y de los portales de los edificios cercanos bajan muchachos y muchachas recién arreglados para pasar la tarde en el Centro. Verán las procesiones un rato y luego, por qué no, una cerveza. Una familia camina a paso rápido por la calle Victoria para ver al Rocío frente a la Tribuna de los Pobres. Hay mucha gente. Aún les queda para llegar. La noche se va tiñendo de madrugada de Miércoles Santo. La Virgen avanza.